«No te necesito más»: cómo él la abandonó cuando por fin podía ser madre
Era viernes por la tarde y Marina volvía del trabajo sin imaginar que ese día cambiaría su vida para siempre. Al abrir la puerta de su casa en Madrid, como siempre, llamó:
—Cariño, ¡ya estoy aquí!
Silencio. La casa estaba extrañamente callada.
—Qué raro… Debería estar ya aquí— pensó, mientras caminaba hacia el dormitorio.
Al abrir la puerta, se quedó paralizada. Javier, su marido, estaba de pie junto a la cama, metiendo apresuradamente sus cosas en una maleta.
—Javier… ¿Qué haces?— susurró, incapaz de creer lo que veía.
—Me voy— respondió él con frialdad, sin mirarla.
—¿Qué dices? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Todo por culpa de tu padre— soltó, irritado.
—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él en esto?
Marina no entendía nada. Su vida matrimonial, en la que había puesto tanto amor y esfuerzo, se desmoronaba ante sus ojos.
Se conocieron cuando ella tenía veintiocho años. Javier era ocho años mayor, seguro de sí mismo, atractivo, experimentado. En ese momento, ella creyó haber encontrado al hombre ideal. Su familia y amigos no paraban de recordarle que ya era hora de casarse, que el tiempo no esperaba. Marina comenzó a ver a cada pretendiente como un posible marido, y eso asustaba a más de uno.
Pero con Javier fue distinto. Se conocieron en una cafetería de Barcelona, presentados por un compañero de trabajo, y la conexión fue instantánea. Él era encantador, atento. Y cuando supo que Marina tenía un piso en el centro, un coche nuevo, un buen puesto en el ayuntamiento y un padre con negocios… su afecto se volvió aún más intenso.
Un año después, celebraron una boda lujosa. Todo pagado por su padre. Javier no puso objeciones. Al contrario, aceptó con entusiasmo un puesto en una de las tiendas de su suegro.
Los primeros meses fueron un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas, regalos. Solo había un problema: Javier nunca pagaba nada. Todo corría a cuenta de Marina. Al principio no le dio importancia, luego empezó a pedírselo, incluso a suplicarle.
—¿Por qué tengo que cargar con todo yo sola?— se quejaba con su amiga Laura—. Quiero sentirme cuidada, protegida.
Pero Javier se reía:
—Cariño, no seas tonta. Estamos bien así. No le des importancia a esas tonterías.
En el trabajo, apenas hacía nada, pasaba el día en el móvil, y el dinero que ganaba lo guardaba en su cuenta. Marina no sospechaba nada.
Hasta que enfermó. Gravemente. Pasó un mes en el hospital. Sus padres iban a verla todos los días; Javier, casi nunca. Cuando volvió a casa, se llevó un susto: la casa estaba sucia, los platos amontonados, el suelo lleno de basura.
—¿No has limpiado nada?— exclamó.
—¿Para qué? Eso es cosa de mujeres— respondió él, indiferente.
—¡Pero he estado enferma, Javier! ¿Y debo limpiar yo?
—Bueno, ya estás en casa. Pues hazlo.
Marina, todavía débil, llamó a una empresa de limpieza. El médico le advirtió: tardaría al menos un año en recuperarse. El embarazo, por ahora, era imposible.
Cuando, al fin, los médicos le dieron luz verde para ser madre, lo compartió emocionada con su marido.
—¿Te imaginas? ¡Podemos intentarlo!
—Bueno… Ahora no es buen momento— murmuró él, sin levantar la vista de la consola. Una PlayStation nueva, comprada con el dinero de ella, era ahora su obsesión.
Pasaron semanas. Él seguía evadiendo el tema. Hasta que un día soltó:
—Marina… Me voy. Y no quiero un hijo contigo.
—¿Cómo dices eso?
—No te quiero. Nunca lo hice. Estar contigo era cómodo. Piso, dinero, coche. Pero ya me aburres. No te necesito.
—¿Después de todo lo que he pasado? ¡Esperé tanto!
—Tus problemas, no los míos. Soy libre.
Cerró la maleta, metió la consola y se marchó.
Marina no comía, no dormía. Se quedaba inmóvil en el sofá, mirando al vacío. Tres días después, sus padres, alarmados, fueron a buscarla. Su padre, al verla así, contuvo a duras penas la rabia.
La llevaron a su casa en la sierra. Javier fue despedido esa misma noche. Y, gracias a los contactos de su padre, las cuentas bancarias de su yerno quedaron bloqueadas. Sus ahorros, desaparecieron.
Javier se quedó sin un euro, sin trabajo, sin casa. Solo le alcanzó para alquilar una habitación minúscula. No sabía qué hacer.
Mientras, Marina, meses después, encontró un nuevo empleo. Allí conoció a un hombre llamado Antonio. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el primer día le mostró respeto y cariño.
Medio año después, ocurrió un milagro: dos rayas en el test. Lágrimas, risas, una llamada a sus padres… y una gratitud infinita hacia sí misma por haber tenido el valor de decir «basta».