Perdí a Valeria hace dos años. Un accidente de tráfico. Estaba embarazada de ocho semanas.
Una sola fracción de segundo y mi mundo se hizo pedazos. Hasta ese momento, hablábamos de nombres para nuestro bebé, de mudarnos a una casa más grande, de un futuro juntos. Pero el destino tenía otros planes. Se llevó todo sin previo aviso y me dejó con un vacío insoportable, con una soledad que se convirtió en mi única compañía.
Hoy, sin embargo, la vida me pone frente a otra persona. Una mujer que, como Valeria, lleva dentro de sí una vida nueva. Pero está sola. Y aunque no sé por qué, siento que no puedo simplemente ignorarlo.
Una noche lluviosa y un encuentro que lo cambia todo
Madrid estaba sumida en una tormenta. La lluvia golpeaba las aceras con furia, los coches avanzaban lentamente entre charcos que reflejaban las luces de la ciudad. El viento helado se colaba entre los edificios, arrastrando el sonido de los cláxones y las conversaciones dispersas de los transeúntes que corrían en busca de refugio.
En un pequeño café escondido en una callejuela de Malasaña, Natalia estaba sentada junto a la ventana. Sus dedos rodeaban una taza de té ya frío, pero no parecía notarlo. Miraba a través del cristal empañado, viendo caer las gotas de lluvia como si fueran fragmentos de su propia vida, deslizándose sin control.
No se dio cuenta de que alguien se acercaba hasta que una voz profunda la sacó de sus pensamientos.
— ¿Está ocupado este asiento?
Levantó la mirada. Frente a ella había un hombre, de unos treinta y tantos años, con el abrigo aún húmedo y una taza de café humeante en la mano. Sus ojos eran serenos, pero en ellos se escondía algo más, algo que no supo descifrar de inmediato.
— No, siéntese — respondió sin pensar demasiado.
El hombre tomó asiento y, por un momento, ninguno de los dos habló. Solo se estudiaron en silencio, como si cada uno estuviera intentando entender por qué el destino los había reunido allí.
Finalmente, él rompió el silencio.
— Me llamo Adrián. ¿Y tú?
— Natalia — respondió ella con voz apagada.
Un nuevo silencio. Pero esta vez, algo en el aire parecía distinto.
Entonces él formuló una pregunta inesperada.
— ¿Tienes esposo?
Natalia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sus manos se tensaron alrededor de la taza.
— No — dijo finalmente, con un amargo susurro. — Me dejó hace una semana. Por otra mujer.
Su voz era tranquila, pero en sus ojos se reflejaba algo roto. Una herida que aún no había cicatrizado.
— Y yo… — tragó saliva antes de continuar, como si le costara pronunciar las palabras. — Estoy embarazada. Y no sé qué hacer. No sé si podré hacerlo sola.
Adrián no reaccionó de inmediato. No hubo sorpresa en su rostro, ni compasión. Solo una calma insondable.
— ¿Eso es todo lo que querías saber? — preguntó ella con un tono desafiante, alzando la mirada hacia él.
Él tomó un sorbo de su café antes de contestar.
— ¿Tienes trabajo?
Natalia dejó escapar una risa amarga.
— Trabajaba en la empresa de mi ex. Pero dudo que siga allí mucho tiempo.
— Ven a trabajar conmigo — dijo él de pronto, sacando una tarjeta y deslizándola sobre la mesa.
Natalia la miró con incredulidad.
— ¿Una agencia de viajes?
Él asintió.
— Es un trabajo sencillo. Solo tendrías que ayudar a los clientes a planificar sus viajes. El salario es bueno y no te exigirá demasiado.
Ella entrecerró los ojos, examinándolo con cautela.
— ¿Por qué?
— ¿Por qué qué?
— ¿Por qué me ofreces esto?
Adrián apoyó la espalda contra la silla, respiró hondo y la miró fijamente.
— Te vi antes — confesó. — En el reflejo de una tienda. Y por un instante… creí ver a Valeria.
Natalia sintió un nudo en la garganta.
— ¿Quién era Valeria?
— Mi esposa — respondió él, con la voz apenas audible. — Murió hace dos años. En un accidente de tráfico. Estaba embarazada de ocho semanas.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Afuera, la tormenta continuaba rugiendo, pero dentro del café, todo pareció detenerse.
— Sé que no eres ella — continuó Adrián. — Pero tal vez… tal vez esto sea una señal. La vida me arrebató a mi esposa y a mi hijo. Y ahora, sin razón aparente, me ha puesto en tu camino. Y tú… también llevas una nueva vida dentro de ti.
Natalia cerró los ojos un instante, intentando procesarlo.
— Pero no me conoces… — susurró.
— No — admitió él. — Pero sé lo que es perderlo todo. Sé lo que es despertarse cada mañana sin un propósito. Y sé que ahora, en este momento, necesitas a alguien que te recuerde que no estás sola.
Su voz era firme, pero no presionaba. No había expectativas, solo sinceridad.
— Tengo un apartamento — agregó después de un instante. — Grande. Cuatro habitaciones. Y vivo solo. Demasiado espacio para una sola persona. Si necesitas un lugar seguro, un sitio donde pensar… te lo ofrezco. Sin condiciones. Sin preguntas. Solo un techo hasta que decidas qué hacer.
Natalia lo miró durante un largo rato, buscando en sus ojos algo que indicara falsedad. Pero no encontró nada. Solo verdad.
Fuera, la lluvia seguía cayendo. Las gotas resbalaban por la ventana como si intentaran arrastrar consigo todo el dolor acumulado en el ambiente. Pero dentro de aquel café, algo cambió.
Sus labios temblaron apenas, y su voz salió en un susurro, pero lo dijo con claridad.
— Está bien…
Y así, sus destinos quedaron entrelazados.