Cuándo el destino llama a tu puerta

**Cuando el destino llama a la puerta**

El jefe de marketing, Diego, soltero y seguro de sí mismo, no pudo resistirse al ver a la nueva empleada: la audaz y radiante Lucía. Acababa de llegar a la oficina cuando él se acercó sin disimular su interés.

—Buenos días, compañera—dijo con una sonrisa cálida, casi abrasadora, que hizo que Lucía lo mirara un instante más.

—Buenos días—respondió ella suavemente, pero con chispa, mientras sus labios esbozaban una sonrisa fugaz.

—Bien, pues manos a la obra. Carmen, nuestra mentora, te explicará todo—Diego señaló a la veterana del equipo—. Léete las instrucciones. Suerte, espero que colaboremos bien.

Las compañeras, en su mayoría mujeres, lo siguieron con la mirada al marcharse. En cuanto salió, Carmen murmuró a Asunción, sentada a su lado:

—¿Desde cuándo nuestro Diego es tan cortés con las nuevas?—Ambas intercambiaron una mirada y rieron por lo bajo.

Lucía al principio se mantuvo en guardia. Un equipo nuevo, caras desconocidas. No era una tímida—a sus veintitrés años ya llevaba a sus espaldas varios romances turbulentos. En la universidad, había enredado con un profesor veinte años mayor. Él cortó la relación cuando los rumores llegaron a su familia. Ella solo se encogió de hombros y siguió adelante, dejando un reguero de corazones rotos.

A las dos semanas, Diego le propuso quedarse después del trabajo para tomar algo en una cafetería junto al río.

—¿Por qué no? Eres mi jefe, y con los jefes hay que llevarse bien—respondió con una sonrisa pícara, como lanzando un desafío.

Su tono era tan inocente que Diego dudó un instante si bromeaba. Pero su corazón saltó de alegría. Con treinta y dos años, nunca había tenido una relación seria—siempre se quedaban a medias. Con Lucía todo fue rápido: citas, pasión, enamoramiento. Pronto la oficina ardía con la noticia: Diego y Lucía invitaban a los compañeros a su boda.

**Familia al borde**

Diego se perdía en Lucía, cumpliendo cada uno de sus caprichos. Ella puso una condición:

—Nada de hijos, Diego. Quiero vivir para mí. Cuando esté preparada, te lo diré. Hasta entonces, nada de pañales ni noches en vela.

Él creía que el tiempo lo cambiaría todo. Pensaba que Lucía recapacitaría, que entendería que una familia sin hijos era solo media felicidad. Pero los meses pasaban, y ella solo le decía:

—Diego, ya te lo advertí. No me presiones. No estoy preparada.

Un día la encontró en el baño, pálida, con un test de embarazo temblando entre sus manos.

—Lucía… ¿estás embarazada?—susurró él, casi sin atreverse a creerlo.

Ella asintió en silencio, los ojos llenos de lágrimas. Diego, eufórico, la levantó en brazos, pero ella rompió a llorar:

—¡No quiero tenerlo! ¡No quiero engordar, no quiero esta vida! ¡Haz algo!

Él la abrazó, besando sus mejillas empapadas.

—No llores, es un milagro. Te quiero tanto, Lucita. ¡Vamos a tener un bebé!

Pero ella fue inflexible. Pidió cita en la clínica para interrumpir el embarazo. Diego, al enterarse, irrumpió en el lugar y la sacó a rastras a la calle.

—Lucía, te lo suplico, no lo hagas. Deja que nuestro hijo viva. Estaré a tu lado, lo haré todo por ti—su voz temblaba.

Ella aceptó, con una condición: pañales, biberones, noches sin dormir… nada de eso sería su problema. Durante el embarazo, Diego estuvo pendiente de cada deseo suyo. Cuando llegó el momento, la llevó al hospital. Solo al ver a su hija sana, pudo respirar aliviado.

**La hija abandonada**

Feliz, regresó a casa para descansar. Pero al día siguiente, en el hospital, recibió el golpe:

—Su esposa no está. Se ha ido, dejando a la niña—le dijo la enfermera, entregándole un papel doblado—. Aquí tiene una nota.

—¡No puede ser!—Diego se negaba a creerlo—. ¿Seguro que no ha salido? ¡Búsquenla!

Pero Lucía había desaparecido. No respondía a las llamadas, cambió de número. Mes y medio después, llamó:

—Recoge mis cosas. Vendrá mi nuevo novio, Álvaro, a por ellas. Pon tú la demanda de divorcio, no pienso volver.

Ni una palabra sobre su hija. No la quería, como tampoco a Diego. Así que él se convirtió en padre y madre para la pequeña Lara. Su madre, que vivía cerca, se encargó de ayudar con la niña.

**Sombras del pasado**

Ana agarró el teléfono al oírlo sonar. Era la tutora de su hijo David, la señora Martínez. El niño estaba en segundo de primaria.

—Ana, ¡ven inmediatamente al colegio! ¡Tu hijo ha armado un lío!—dijo la profesora antes de colgar.

Ana, saliendo corriendo del trabajo, llegó al colegio con el corazón en un puño.

«¿Qué habrá hecho David? Es tan tranquilo, tan obediente. Nunca da problemas», pensaba mientras apretaba el paso.

David había nacido contra todo pronóstico. Su marido, Jorge, le había confesado antes de casarse: era estéril, tenía los informes médicos. Era su tercer matrimonio.

—Quizá los médicos se equivocaron. A veces hay milagros—dijo Ana. Amaba a Jorge y estaba dispuesta a adoptar, pero aún no se lo había dicho.

Su primer matrimonio había durado un año—su esposa le fue infiel. La segunda lo abandonó al saber que no podrían tener hijos. Con Ana fue honesto. Pero, para su sorpresa, ella quedó embarazada. Radiante, le mostró la ecografía: ocho semanas.

—Jorge, ¡mira, vamos a tener un bebé! ¡Te dije que los médicos podían equivocarse!—celebró ella.

En vez de alegría, él la abofeteó.

—¿Contentísima? ¡Te has enrollado con otro teniéndome a mí!—gritó, alzando la mano de nuevo.

Ana lloró, protegiéndose la cara. Esa noche, él se calmó:

—Bueno, que nazca el niño. Aunque no sea mío.

Ella calló, sin intentar convencerlo. Nació David, idéntico a Jorge. Al principio, el hombre lo observaba, incluso jugaba con él. Pero pronto volvieron los arrebatos de ira.

—¡Puta! Seguro que ya le habrás contado a tu amante lo del niño. ¿Por qué lo registraste a mi nombre? ¡Que él pague la manutención!—vociferaba.

David, al crecer, oía esos gritos y lloraba. Jorge le espetaba:

—¡Vete con tu padre de verdad, que él te mantenga!

Ana hizo una prueba de ADN, confirmando que Jorge era el padre. Pero él no cedió:

—¿Has comprado a los médicos? ¡No me engañas!

Ana se llevó a David a casa de su madre. Jorge los encontró. Entonces alquilaron un piso al otro extremo de la ciudad, pidió el divorcio. Pero él no se rendía. Desesperada, se mudó a otra ciudad. Allí comenzó una vida nueva.

Al llegar al colegio, Ana vio a David y a un hombre con una niña—compañera de clase. Conocía a Lara: aplicada, la estrella del curso. David tenía un arañazo en la mejilla, y Lara lo miraba con el ceño fruncido.

—Hola—dijo Ana, justo cuando llegó la señora Martínez.

—Por fin—dijo la profesora—. David ha empujado a Lara, y ellaSe cayó y se hizo daño, pero ahora los dos niños se miraban con complicidad, como si ya hubieran olvidado la pelea.

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