Cuando el destino llama a la puerta
El jefe del departamento de marketing, Javier, soltero y seguro de sí mismo, no pudo resistirse al ver a la nueva empleada—la vibrante y audaz Lucía. Apenas había entrado en la oficina cuando él se acercó a ella sin ocultar su interés.
—Buenos días, compañera—dijo con una sonrisa cálida, casi abrasadora, que hizo que Lucía lo mirara un instante más de lo necesario.
—Buenos días—respondió ella con suavidad, pero con una chispa en la voz, mientras las comisuras de sus labios se movían en una sonrisa cómplice.
—Bien, puedes empezar. Carmen te explicará cómo funciona todo aquí—Javier indicó con un gesto a la compañera más veterana—. Léete las instrucciones. Buena suerte, espero que trabajemos bien juntos.
Las compañeras, en su mayoría mujeres, lo siguieron con la mirada. Cuando Javier salió, Carmen susurró a su vecina Rosario:
—¿Desde cuándo nuestro Javier se deshace en halagos con las nuevas?—Se miraron y rieron en voz baja.
Lucía al principio se mantuvo cautelosa. Un equipo nuevo, rostros desconocidos. No era tímida—a sus veintitrés años ya tenía tras de sí varios romances turbulentos. En la universidad, tuvo un lío con un profesor veinte años mayor. Él cortó la relación cuando los rumores llegaron a su familia. Ella solo se encogió de hombros y siguió adelante, dejando un reguero de corazones rotos.
A las dos semanas, Javier le propuso quedarse después del trabajo para tomar algo en una cafetería junto al río.
—¿Por qué no? Eres mi jefe, y hay que llevarse bien con los superiores—respondió ella con una sonrisa pícara, como si fuera un desafío.
Su tono era tan inocente que Javier dudó un instante si bromeaba. Pero su corazón saltó de alegría. Tenía treinta y dos años, nunca había tenido una relación seria—siempre se quedaba a mitad de camino. Con Lucía todo fue rápido: citas, pasión, enamoramiento. Y pronto la oficina entera rumoreaba: Javier y Lucía invitaban a los compañeros a su boda.
**Una familia al límite**
Javier se entregó por completo a Lucía, cumpliendo cada uno de sus caprichos. Ella puso una condición:
—Nada de niños, Javier. Quiero vivir para mí. Cuando esté preparada, lo diré. Pero por ahora, nada de pañales ni noches en vela.
Él creyó que el tiempo lo cambiaría todo. Esperaba que Lucía cambiara de opinión, que entendiera que una familia sin hijos era solo media felicidad. Pero pasaban los meses y ella se limitaba a rechazarlo:
—Javier, ya te lo dije desde el principio. No me presiones. No estoy preparada.
Un día la encontró en el baño—pálida, con una prueba de embarazo en las manos temblorosas.
—Lucía… ¿estás embarazada?—susurró él, casi sin creerlo.
Ella asintió en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Javier, fuera de sí de felicidad, la levantó en brazos, pero ella rompió a llorar:
—¡No quiero tenerlo! ¡No quiero engordar, no quiero esta vida! ¡Haz algo!
Él la abrazó, besando sus mejillas mojadas.
—No llores, esto es un milagro. Te quiero tanto, Luchi. ¡Vamos a tener un bebé!
Pero Lucía fue inflexible. Hizo una cita con el médico para interrumpir el embarazo. Cuando Javier lo supo, irrumpió en la clínica y la sacó a la calle en el último momento.
—Lucía, te lo ruego, no lo hagas. Deja que nuestro hijo viva. Estaré a tu lado, me ocuparé de todo—su voz temblaba.
Ella aceptó, con una condición: pañales, noches sin dormir, todo eso no era asunto suyo. Durante el embarazo, Javier no se separó de ella, anticipándose a sus deseos. Cuando llegó el momento, la llevó al hospital. Solo al ver a su hija sana pudo respirar aliviado.
**Una hija abandonada**
Feliz, volvió a casa para descansar. Pero al día siguiente, en el hospital, recibió un golpe:
—Su esposa no está. Se fue, dejando a la niña—le dijo una enfermera, entregándole un papel doblado—. Aquí dejó una nota.
—¡No puede ser!—Javier se negaba a creerlo—. ¿Habrá salido? ¡Búsquenla!
Pero Lucía había desaparecido. No respondía a las llamadas, cambió de número. Mes y medio después, llamó:
—Recoge mis cosas. Vendrá mi novio, Álvaro, a por ellas. Tú presenta el divorcio, no volveré.
Ni una palabra sobre su hija. No la quería, como tampoco quería a Javier. Así fue como él se convirtió en padre y madre para la pequeña Sara. Su madre, que vivía cerca, se encargó de cuidar a su nieta.
**Sombras del pasado**
Ana agarró el teléfono al oírlo sonar. Era la tutora de su hijo Pablo, la señorita Isabel. El niño estaba en segundo de primaria.
—Ana, ¡ven enseguida al colegio! ¡Tu hijo ha hecho algo imperdonable!—dijo la profesora antes de colgar.
Ana, saliendo corriendo del trabajo, llegó al colegio con el corazón acelerado.
«¿Qué habrá hecho Pablo? Siempre ha sido tranquilo, obediente. Nunca da problemas», pensaba mientras caminaba más rápido.
Pablo nació contra todo pronóstico. Su marido, Antonio, le había confesado antes de casarse: era estéril, tenía un informe médico. Era su tercer matrimonio.
—¿Y si los médicos se equivocaron? A veces hay milagros—dijo Ana. Amaba a Antonio y estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, incluso la adopción, pero no lo había mencionado aún.
Su primer matrimonio terminó al año—su esposa lo engañó. La segunda lo dejó al saber de su infertilidad, quería hijos. Con Ana fue honesto. Pero, para su sorpresa, ella quedó embarazada. Radiante, le mostró el informe: ocho semanas.
—Antonio, ¡mira, vamos a tener un bebé! ¡Te dije que los médicos se equivocaban!—celebraba.
Pero en lugar de alegría, él la golpeó.
—¿Contentísima? ¡Te has acostado con otro teniéndome a mí!—gritó, levantando la mano de nuevo.
Ana lloró, protegiéndose el rostro. Esa noche, él se calmó:
—Bueno, que nazca el niño. Aunque no sea mío.
Ella calló, sin intentar convencerlo. Nació Pablo, idéntico a Antonio. Al principio, el hombre lo observaba, incluso jugaba con él. Pero pronto los arrebatos de ira volvieron.
—¡Puta! ¿Ya le habrás contado a tu amante lo del niño? ¡Para qué lo registras con mi apellido! ¡Que él pague la manutención!—vociferaba.
Pablo, al crecer, oía esos gritos y lloraba. Antonio le decía:
—¡Vete con tu verdadero padre, que él te mantenga!
Ana hizo una prueba de ADN que confirmó que Antonio era el padre. Pero él no la creyó:
—¿Has sobornado a todos? ¡No me engañas!
Ana se llevó a su hijo a casa de su madre. Antonio los encontró. Entonces alquiló un piso al otro lado de la ciudad, pidió el divorcio. Pero él no cedió. Desesperada, se mudó a otra ciudad. Solo allí comenzó una vida nueva.
Al llegar al colegio, Ana vio a Pablo y a un hombre con una niña—compañera de clase. Reconoció a Sara: aplicada, orgullo del curso. Pablo tenía un rasguño en la mejilla, y Sara lo miraba con resentimiento.
—Hola—susurró Ana, mientras se acercaba la señorita Isabel.
—Por fin—Por fin has llegado—dijo la profesora, mientras Javier la miraba con una mezcla de alivio y curiosidad.