Cuando el autobús se detuvo, la vida arrancó

Cuando el autobús se averió, la vida de María Isabel Gómez dio un giro inesperado. Regresaba de su casa de campo con sus nietos bajo un sol de agosto que quemaba sin piedad. Los niños protestaban, el autobús se detuvo en mitad de la carretera y el calor sofocante llenó el vehículo de quejas. María Isabel miró a sus dos nietos agotados y supo que esperar otro transporte sería una tortura. Sacó el móvil para llamar a su hijo, pero entonces un coche se detuvo junto a ellos. La ventanilla del conductor se bajó lentamente, y al mirar dentro, María Isabel contuvo el aliento.

Pero esta historia comenzó mucho antes de aquel día abrasador…

María Isabel no se casó por amor ni por interés, sino por las circunstancias. A los veinticinco años, en su pueblo, ya se consideraba una solterona. Entonces apareció Francisco, un manitas del lugar con manos de oro y debilidad por el vino. Sus padres insistieron, sus amigas ya tenían hijos… y ella cedió.

Al principio, intentaron adaptarse. Ella trató de quererlo; él no hizo demasiado por ser querido. El matrimonio se convirtió en una convivencia fría. Tuvieron primero a su hijo Javier, y dos años después, a su hija Lucía. Con los niños, Francisco empeoró. Trabajaba en el pueblo, donde la gente le pagaba con lo que podía, pero cuando heredaron un piso en la ciudad y se mudaron, todo se torció.

Francisco cambiaba de trabajo constantemente: una fábrica, un mercado, un taller… En ninguno duraba. María Isabel entró como cuidadora en una guardería solo para poder llevar allí a sus hijos. El dinero nunca alcanzaba. Los años noventa, la pobreza, la desesperanza… Vendieron la casa del pueblo, y Francisco no perdía ocasión de recordarle que el piso era suyo y que, si no le gustaba, podía marcharse.

Pero no tenía adónde ir. María Isabel sobrevivió por sus hijos. No sentía amor por su marido, solo amargura. Con los años, las cosas mejoraron. Consiguió un puesto en recursos humanos, él trabajó en un taller. Ya había para comer, pero no para la felicidad.

Cuando Javier entró en la universidad y Lucía apenas tenía catorce años, Francisco murió. Un infarto. María Isabel lloró, pero sin dramatismo. Para ella, siempre fue un extraño. Lo enterró y siguió adelante sola. Tenía solo cuarenta y cinco años, pero se sentía vieja. Sin sueños, sin ilusiones.

Se entregó a sus hijos. No se entrometió en sus vidas, no hizo preguntas incómodas. Sabía lo que era vivir sin amor. Ni siquiera les pidió nietos, pero cuando ambos formaron sus familias y se los dieron, su corazón se llenó de alegría.

Sus hijos la cuidaban, y ella pasaba horas con los pequeños. Juntos compraron una casita en el campo, donde María Isabel veraneaba con sus nietos en paz.

La vida seguía su curso, tranquila, sin sobresaltos. Ella asumió que había perdido su oportunidad de ser feliz como mujer. No encontraba un solo recuerdo cálido de su matrimonio…

Hasta aquel día. El autobús averiado, el sol inclemente, los niños cansados. María Isabel sacó el teléfono, pero entonces apareció él.

Un hombre de su edad bajó la ventanilla. «¿Avería?»
«Sí, y este calor…»
«¿Van con los niños?»
«Sí. Iba a llamar para que nos recogieran.»
«Los llevo. No discuta. No pueden quedarse aquí.»

María Isabel dudó, pero al final aceptó. Se llamaba Antonio. También venía del campo, pero con coche. Durante el trayecto, hablaron. Era viudo, con nietos, ingeniero retirado.

De pronto, María Isabel sintió algo desconocido: mariposas en el estómago, algo que creía un invento de las novelas.

Al llegar, Antonio la ayudó con las bolsas. Ella le invitó a un café. Los niños jugaban mientras ellos charlaban. Hablaron de sus vidas, del pasado, de sus familias. El tiempo voló. Cuando su hijo llegó por los niños, María Isabel se dio cuenta de lo tarde que era. Antonio se despidió con timidez… y no intercambiaron números.

Esa noche, al quedarse sola, sintió una punzada de tristeza. Se avergonzó de sus emociones, de su edad… ¿Y si solo había sido cortesía?

Pasaron días. Intentó olvidar, hasta que una tarde, mientras preparaba su té favorito, llamaron a la puerta.

Era Antonio. Con un ramo de claveles y una caja de pasteles.

«Perdone la intrusión… pero no tengo su número. Y no pude dejar de pensar en usted.»

María Isabel sonrió entre lágrimas. «Qué alegría que haya venido.»

Tal vez tenía casi sesenta años, el pelo canoso y las rodillas cansadas… pero por primera vez en su vida, se sintió mujer. Deseada. Importante. Amada.

Así pasa. Cuando el autobús se rompe, pero el corazón despierta. Cuando la vida, tras el dolor, te regala una segunda oportunidad… un amor maduro, tranquilo, como el atardecer.

Si crees que todo ha pasado, espera. Lo mejor podría estar por llegar.

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Cuando el autobús se detuvo, la vida arrancó