Estaba sentado a la mesa de la cocina, tomando lentamente un plato de sopa. Su rostro mostraba una calma absoluta, casi indiferente. Ella, enfrente, tenía la voz temblorosa, que a veces se convertía en un grito. Las palabras salían como una granizada. No era rabia. Era cansancio. Era esa angustia que se acumula durante semanas y luego estalla, sin piedad y sin adornos.
Le reprochaba haber prestado dinero una vez más a su amigo, ese que nunca se apresura a devolverlo. *”Eres bueno con todos, pero en casa hay agujeros en el presupuesto. La hipoteca pesa, Marta estudia en la universidad privada, mi madre necesita reformar el baño… ¿Y quién si no nosotros?”* decía, sin esperar respuesta. Mencionó también la alfombra que seguía sin llevarse a la tintorería y la lámpara que llevaba una semana dentro de su caja. Todo como una llovizna, gota a gota. Pero no era rabia. Solo nervios. Como siempre.
Y él comía su sopa. En silencio. Ya estaba acostumbrado. Sabía que gritaría un rato y luego callaría. Así había sido muchas veces.
Había vuelto a casa para almorzar, era más barato y su estómago lo agradecía. Una buena sopa casera, casi un remedio. Ella había cogido el día libre, había ido al dentista y, de paso, había preparado la comida. Todo rutinario. Todo en círculo.
Pero de pronto algo cambió. Ella calló. Se detuvo. Lo miró de otro modo, como si fuera la primera vez en años. Él había envejecido. Desaparecieron esos rizos dorados, solo quedaba una calva brillante bajo la luz de la cocina. Arrugas en el cuello, hombros encorvados, mirada apagada. Ahí estaba. Comiendo. Callando. Tragando no solo la sopa, sino la vida misma.
Llevaba el peso del tiempo. De las preocupaciones, de las noches en vela, de todo el dolor no dicho. La vida no perdona, se lleva la juventud, la ligereza, la risa. Y deja cansancio. Y un plato de sopa.
Y entonces recordó. Él había sido su chico. El que le traía ramos de flores, tocaba la guitarra, cantaba junto al fuego, la hacía girar bajo la luna, la besaba en la sien y reía con esa voz que parecía de muchacho. Veían películas abrazados, paseaban por el parque al anochecer, de la mano. ¿Y ahora? Él, canoso, encorvado, silencioso. ¿Y ella? Gritando. Como si fueran extraños.
Entonces algo le apretó el pecho. Allá adentro, detrás del esternón. De pronto no veía a su marido, sino a aquel chico con el que había reído, al que esperaba con ansias, al que escribía notas con corazones.
Se acercó. Lo abrazó por detrás. Apoyó la mejilla en su espalda. Sin decir nada.
Él dejó la cuchara. Tomó sus manos con cuidado. Se las besó. Y ya está. Fue suficiente.
Porque son esos momentos los que nos mantienen en este mundo. Cuando el chico y la chica, aunque con canas en las sienes, vuelven a tomarse de la mano. Y siguen adelante. Juntos. A través del día a día, la fatiga, las deudas, las lámparas sin colgar, los rencores y los silencios.
Porque el amor está aquí. En esta cocina. En esta sopa. En estas miradas. En el silencio. En la costumbre de estar al lado.
Si existe, se puede vivir. Se puede seguir adelante. Juntos. Agarrándose fuerte para que el viento del tiempo no los arrastre. Ese mismo viento que se lleva a todos, tarde o temprano.
Pero hasta entonces… que haya sopa. Que haya manos. Que haya amor.
Hoy aprendí que, a veces, el amor no está en las grandes palabras, sino en soportar los días grises sin soltarse.