En la cocina olía a carne recién frita. Lucía movía con destreza las chuletas en la sartén, buscando ese dorado perfecto. En la habitación contigua, el pequeño Javier dormitaba en su cuna. El día había sido agotador —noches sin descanso, coladas, limpieza, cocina, pañales—. Y todo, sola.
De pronto, un llanto. Ese grito que hiela el corazón de cualquier madre.
—Alejandro, ve a por Javier —gritó Lucía sin volverse, esperando una respuesta de su marido.
Silencio.
Dejó la espumadera, apartó la sartén del fuego y corrió hacia el cuarto. Tomó al niño en brazos, lo acunó hasta calmarlo. Al regresar, notó el olor a quemado. Las chuletas se habían pasado.
—Bueno, a la basura. Gracias, Alejandro —dijo con amargura.
El niño volvió a quejarse. ¿Y Alejandro? Pegado al televisor, viendo su partido favorito.
—¡Alejandro! ¡No doy abasto! ¡Atiende al niño! —elevó la voz. En ese momento, un grito eufórico retumbó desde el salón:
—¡GOOOOOOL!
El alarido hizo llorar a Javier con más fuerza.
Lucía volvió a por él, apretándolo contra su pecho. Ya no sentía cansancio; solo rabia. Regresó a la cocina, se sentó y cerró los ojos. Luego se acercó a su marido.
—Alejandro, por favor. Sal a pasear con Javier. Necesito terminar aquí y respirar un momento.
—¿No ves que estoy ocupado? —respondió él, sin apartar la vista de la pantalla.
—Basta. Ya está bien —dijo fría—. Disfruta de tu libertad, Ale. Me voy. A casa de mi madre.
Hizo una maleta, preparó al bebé. Un vecino, al salir del portal, le ayudó con el carrito. Una hora después, Lucía llamaba a la puerta de su casa natal.
—Mamá, Javier y yo nos quedamos un tiempo —su voz temblaba, pero su mirada era firme.
—El tiempo que necesitéis —respondió su madre—. ¿Habéis discutido?
—No. Solo estoy agotada. Tú estás de vacaciones, ¿me echas una mano?
Por la noche, sonó el teléfono. En la pantalla: «Alejandro».
—Lucía, ¿dónde estás? —preguntó él, desconcertado.
—Te lo dije al irme. ¿O el fútbol era más importante?
—No escuché nada… —murmuró él.
—Ese es tu problema: no escuchas. Ni a mí, ni a tu hijo. Solo al balón.
—Ya empezamos —refunfuñó antes de colgar.
Una hora después, otra llamada:
—¿Y la cena? ¿Por qué no has cocinado?
—¿Y tú por qué no ayudaste? No tuve tiempo. ¿Sabes por qué? Porque todo recae sobre mí.
—¿Y cuándo vuelves?
—No lo sé. En un mes. En dos.
—¡Pues para qué te casaste, si no puedes separarte de tu madre!
—¿Para qué? —su voz se quebró—. ¿Para cocinarte, limpiar, lavar y oír tus gritos con el fútbol? ¡Menudo sueño!
—¿Quieres que haga «tareas de mujer»? ¡Ni hablar! ¡Antes me divorcio!
—Pues divórciese, señor mío —cortó la llamada.
Su madre, escuchando desde la otra habitación, se acercó:
—Al final, sí discutisteis, ¿no?
—Mamá… no soy su criada. No pido mucho, solo ayuda. Y él grita: «¡Me divorcio!» Pues que se vaya.
—Lucía, no dramatices. Sí, él se equivoca. Pero el niño necesita a su padre. Quizá haya solución.
Pasó una semana. Sonó el teléfono.
—Lucía, te echo de menos… Vuelve —su voz sonaba quejumbrosa.
—Por fin descanso. Gracias a mamá.
—¿Así que no vuelves? —su tono se volvió cortante.
—Volveré. Si me ayudas. No te pido noches en vela. Pero los fines de semana, por favor. Eres su padre.
—¡Ni lo sueñes! ¡Yo soy un hombre, no una nana! ¡Eso es cosa de mujeres!
Un mes después, Javier ya dormía toda la noche. Lucía respiró aliviada. Un sábado, le dijo a su madre:
—Mamá, iré a casa. Intentaré arreglarlo. Luego volveremos por Javier.
—Mejor tarde que nunca, hija. Inténtalo.
Lucía llegó a su piso. La llave aún funcionaba. Abrió la puerta, se quitó los zapatos. Y entonces los vio: unos tacones femeninos en el recibidor.
El corazón se le heló.
Entró en el dormitorio. Allí estaba él. Y no solo.
Sin palabra, dio media vuelta, pálida.
—¡Lucía! ¡Espera! ¡No es nada serio! ¡Solo te quiero a ti! —Alejandro corrió tras ella.
Ni siquiera se giró. Esas palabras ya no significaban nada.
Podría haber perdonado muchas cosas: indiferencia, pereza, hasta su obsesión con el fútbol. Pero no una infidelidad. No con su hijo vivo. No en la casa donde quiso volver con esperanza.
A veces, una mujer solo necesita ser escuchada. No por los gritos, sino por el silencio en el que el niño duerme tranquilo. Por un hogar donde no carga sola con todo. Por un hombre que no tema sostener a su hijo y a su esposa.
Pero si ese hombre prefiere el mando a la responsabilidad, que no se queje cuando ella se marche. Y no vuelva.
Aunque las chuletas ya no se quemen.