Él estaba sentado a la mesa de la cocina, tomando lentamente su sopa. Su rostro mostraba una calma absoluta, casi indiferencia. Y ella, frente a él, con la voz temblorosa, quebrada, las palabras saliéndose como un chaparrón. No era rabia. Era cansancio. Era angustia. Era ese dolor que se acumula semanas y luego estalla, sin piedad, sin adornos.
Le reprochaba haber prestado dinero otra vez a su amigo Pepe, ese que nunca tiene prisa por devolverlo. «Eres bueno con todos, pero en casa hay agujeros en el presupuesto. Tenemos la hipoteca, Sofía estudiando en una universidad privada, mi madre necesita arreglar el baño… ¿Y quién si no nosotros?», decía, sin esperar respuesta. Mencionó la alfombra que seguía sin llevar a la tintorería y la lámpara que llevaba una semana en su caja. Todo como una lluvia fina, gota a gota. Pero no era rabia. Solo eran los nervios. Como siempre.
Y él seguía comiendo sopa. En silencio. Estaba acostumbrado. Sabía que gritaría un rato y luego se callaría. Ya había pasado antes.
Había vuelto a casa para almorzar, porque era más barato y su estómago lo agradecía. La sopa casera era casi un remedio. Ella había pedido el día libre para ir al dentista y, de paso, había preparado la comida. Todo normal. Todo en círculo.
Pero de pronto, algo cambió. Ella calló. Se detuvo. Lo miró de otra manera, como si fuera la primera vez en años. Él había envejecido. Ya no quedaban de esos rizos dorados, solo una calva lisa que brillaba bajo la luz. Arrugas en el cuello, hombros encorvados, una mirada apagada. Ahí estaba. Comiendo. Callado. Tragando no solo la sopa, sino también la vida.
Llevaba la marca del tiempo. De todas las preocupaciones, las noches en vela, los dolores callados. La vida no perdona: se lleva la juventud, la ligereza, la risa. Y deja cansancio. Y un plato de sopa.
Pero una vez había sido su chico. El que le traía ramos de gitanillas, tocaba la guitarra, cantaba junto a la hoguera, la hacía girar en la calle, le daba besos en la sien y se reía con esa risa de niño. Veían películas abrazados, paseaban por el parque de noche, de la mano… ¿Y ahora? Él, canoso, encorvado, callado. ¿Y ella? Gritando. Como una extraña.
Y en ese momento, algo le apretó el pecho. Allá dentro, detrás del esternón. De pronto, no vio a su marido, sino a su chico. Al que la hacía reír, al que esperaba con ilusión, al que le escribía notas con corazones.
Se acercó. Lo abrazó por detrás. Apoyó la mejilla en su espalda. Sin decir nada.
Él dejó la cuchara. Le tomó las manos con cuidado. Le dio un beso. Y ya. Fue suficiente.
Porque son esos momentos los que nos mantienen en este mundo. Cuando el chico y la chica, aunque con canas en las sienes, vuelven a tomarse de la mano. Y siguen adelante. Juntos. A pesar de la rutina, el cansancio, las deudas, las lámparas sin colgar, los rencores y los silencios.
Porque el amor está aquí. En esta cocina. En esa sopa. En las miradas. En el silencio. En la costumbre de estar cerca.
Si existe, se puede vivir. Se puede seguir. Juntos. Agarrándose fuerte para que el viento del tiempo no los lleve. Ese viento que se lleva a todos. Tarde o temprano.
Pero hasta entonces… que haya sopa. Que haya manos. Que haya amor.