Hoy llevo horas sentado aquí, intentando encontrar las palabras adecuadas—cualquier palabra—que puedan describir lo que siento. Pero, ¿cómo explicar el momento en que tu corazón se rompe y a la vez se llena de gratitud? ¿Cómo decir adiós a alguien que nunca pronunció una sola palabra pero que, de algún modo, te entendió mejor que nadie?
Ayer me despedí de mi perro, Lolo. Mi mejor amigo. Mi sombra fiel. Aquel alma peluda que convirtió nuestra casa en un hogar y que iluminó cada uno de mis días durante los últimos 14 años.
Es extraño lo ensordecedor que puede ser el silencio ahora. No hay patitas suaves golpeando el suelo. No hay cola golpeando el sofá al verme entrar. No hay un empujón tierno en mi pierna cuando me paso demasiado tiempo trabajando. Solo silencio. Un vacío que me recuerda que ya no está aquí—y también que nunca se irá del todo.
Lolo llegó a mi vida en un momento en que ni siquiera sabía que necesitaba ser salvado. Acababa de mudarme solo, entre la emoción y la incertidumbre. Era la bolita de pelo más pequeña del refugio, acurrucado en un rincón, con unos ojos demasiado grandes para su carita. Cuando me miró, algo hizo *clic*.
Yo no elegí a Lolo. Él me eligió a mí.
Esa primera noche, lloró hasta que lo dejé dormir en mi cama. Y desde entonces, no se separó de mi lado. Ya fuera cocinando, limpiando, llorando o riendo—Lolo estaba ahí. Cuando la vida se complicaba, a él no le importaba. No necesitaba que lo tuviera todo bajo control. Solo me pedía estar presente—y, a cambio, me dio un amor incondicional que jamás creí posible.
Lolo tenía el don de convertir los momentos más simples en tesoros.
Se volvía loco de alegría por su juguete chillón. Perseguía su cola como si fuera una misión de vida o muerte. Apoyaba el hocico en la ventana cuando llovía, observando las gotas con una curiosidad infinita.
Cada mañana, esperaba paciente a que abriera las cortinas para ver los pájaros. Cada noche, se acurrucaba a mi lado como diciendo: “Estás a salvo. Hemos superado otro día juntos”.
Era más que una mascota—era el ritmo de mi vida diaria. Una presencia constante. Un consuelo. Un amigo que nunca pidió más que amor.
Durante el último año, Lolo empezó a cansarse. La energía de cachorro desapareció, dando paso a un alma más tranquila. Dormía más, se movía más despacio. Sus ojos, antes llenos de luz, se nublaron, y su oído se fue apagando.
Al principio, pensé que era solo la edad—algo natural, sin importancia. Pero luego dejó de comer. Ya no me recibía en la puerta como antes. Hubo accidentes en casa, algo que nunca había hecho. Y empecé a sentir un nudo en el estómago—un miedo silencioso que no quería reconocer.
Las visitas al veterinario se hicieron más frecuentes. Probamos medicamentos, suplementos, dietas especiales. Algunos días eran buenos, otros no, y me aferraba a los buenos como si fueran tablas de salvación. Pero, en el fondo, lo sabía: Lolo estaba agotado.
La semana pasada, dejó de comer por completo. Apenas se movía. Me miró con esos mismos ojos grandes del día que lo conocí—pero ahora, llenos de cansancio.
Una noche, me tumbé a su lado en el suelo, acariciando su pelaje suave, y le susurré: “Si necesitas irte, está bien. Yo estaré bien. Te lo prometo”.
Fue lo más difícil que he tenido que decir.
A la mañana siguiente, hice la llamada que nunca quise hacer. Lo sostuve en mis brazos, envuelto en su manta favorita, y besé su cabeza una y otra vez. Le dije que era el mejor perro del mundo. Que ya había hecho suficiente. Que podía descansar.
Y en aquella habitación en calma, con música suave y lágrimas rodando por mi cara, Lolo se fue. Tranquilo. Suave. Igual que vivió—sin aspavientos, con elegancia y lleno de amor.
El dolor es abrumador. Todavía espero oír sus patitas en el suelo. Todavía busco su correa. Todavía miro su comedero por costumbre. Pero ya no está allí.
Y sin embargo… lo siento en todas partes.
En la brisa que entra por la ventana donde solía sentarse.
En los momentos de calma en que recuerdo alguna de sus travesuras y sonrío entre lágrimas.
En el rayo de sol que cae sobre la alfombra donde dormía la siesta.
Lo siento cuando estoy en lo más bajo, recordándome que siga adelante. Que siga amando. Que siga viviendo.
Porque Lolo no dejó pasar ni un solo día sin alegría. Y eso es lo que querría para mí ahora.
Si pudiera hablarle una última vez, le diría: “Gracias. Gracias por elegirme. Gracias por cada meneo de cola, cada abrazo, cada empujón cuando necesitaba consuelo. Gracias por amarme en mis peores momentos y celebrarme en los mejores. Gracias por cada instante. Te echaré de menos siempre—pero también te llevaré conmigo para siempre”.
Lolo, no fuiste solo mi perro. Fuiste mi mejor amigo, mi consuelo, mi pequeño guardián. La vida sin ti se siente rara e incompleta, pero sé que ahora eres libre. Corriendo de nuevo. Moviendo la cola. Persiguiendo mariposas en un lugar sin dolor ni vejez.
Gracias por ser mío. Siempre te amaré.
Hasta que nos volvamos a encontrar. ❤️🐾
Para quien haya perdido a una mascota:
Si alguna vez has amado y perdido a un compañero peludo, entiendes este dolor. Sabes cómo un pedazo de tu alma se va con ellos. Pero espero que también sepas esto: lo que les diste—amor, seguridad, un hogar—eso lo fue todo. Fuiste su mundo entero. Y ellos lo sabían.
Perderlos duele tanto porque el amor fue real. Puro. Único.
Así que permítete sentir. Permítete llorar. Habla de ellos. Recuerda sus locuras, los días difíciles, las noches tranquilas. Porque importaron. Y siguen importando.






