**Cuando el aire pesa**
Desde primera hora, en el piso no había solo silencio—era un silencio tenso, espeso, como antes de una tormenta. No el silencio de la calma, sino el de una angustia que hace temblar los dedos. Hasta la tetera hervía con cautela, como si no quisiera romper ese frágil límite donde comenzaba otra realidad. Lucía estaba en la cocina—descalza, con el pelo húmedo, en una camiseta gris desgastada, sin recordar por qué había despertado a las siete. No había puesto alarma. Simplemente abrió los ojos y lo supo: algo había cambiado.
Sobre la mesa había una postal. Sin sobre, entre una taza de infusión de rosa mosqueta a medio beber y un paquete de tostadas. Como si alguien la hubiera dejado al pasar. La letra le resultaba dolorosamente familiar—recta, pulcra, sin adornos. La misma con la que Daniel firmaba sus postales en fechas señaladas: sobria, pero con un calor sutil en cada trazo.
*«Lucía. Perdón. No pude más. No me busques. —D.»*
No tocó la postal. Solo la miró. Minutos. Quizá una hora. Como si en ese trozo de papel estuviera el umbral que, al cruzarlo, lo derrumbaría todo. Encendió la radio—el locutor hablaba con animación sobre los atascos en la M-30, como si no hubiera pasado nada. Como si el mundo no hubiera perdido a alguien. A ese mismo que respiraba a su lado cada mañana.
Daniel se fue de noche. Lo dedujo—no había oído pasos, ni el portazo, ni el chirrido de la cerradura. Solo el perchero vacío en el recibidor. Su bufanda—gris, áspera—seguía colgada. Ni siquiera llevó el paraguas. El de mango de madera y ribete rojo. Lucía lo observó largo rato, como si pudiera responder a las preguntas que no sabía formular.
Intentó recordar la última vez que hablaron de verdad. No de la basura o la lista de la compra, sino de lo esencial. Quizá en abril, en un banco junto al estanque del Retiro. Daniel había susurrado: «Contigo cuesta respirar». Ella lo tomó a broma. Y tal vez, en ese momento, él se estaba despidiendo.
Al mediodía, revivió fotos antiguas. Ahí estaban juntos—en el autobús, en la sierra, en la casa de campo. Ahí—su mano en su hombro. Ahí—rodéandole la cintura, sonriendo. Antes, esas imágenes daban calor. Ahora, solo dejaban un eco frío y amorfo. Ni siquiera lloró. Eso era lo más aterrador. Como si las emociones se hubieran consumido, dejando solo un vacío gris y pegajoso.
Por la noche, llamó Rafa, un amigo en común. «¿Estás bien?», preguntó. Lucía respondió: «Sí. Solo estoy cansada». Mintió sin titubear. Sin quebrarse. Como si hubiera ensayado esa frase toda la vida. Tras colgar, se quedó sentada en la oscuridad, escuchando el grifo gotear. Cada gota—como un latido.
Al día siguiente, fue a la estación de Atocha. Solo para quedarse junto a los andenes. Observar a la gente. A los que parten, regresan, se apresuran, saludan, abrazan, lloran, ríen. Todos vivos. Todos con prisa. Dentro de ella, el silencio, tenso como un cable. Daniel odiaba las estaciones. Decía: «Recuerdan demasiado alto que todo es temporal». Ni siquiera le gustaba pasar cerca. Pero fue allí, en el andén, donde Lucía entendió—no se había ido solo del piso. Se había ido de su «nosotros». Y quizá no hubiera vuelta atrás.
Al tercer día, sacó el paraguas. Lo dejó junto a la puerta. Luego lo guardó. Después lo volvió a sacar. Como si ese paraguas fuera un ancla. Un recordatorio de que algo aún podía quedar. O regresar.
Pasaron dos semanas. La postal seguía en la mesa. A veces notaba polvo sobre ella—y lo soplaba, como si temiera borrar sus últimas palabras. Otras veces, creía que el papel se calentaba al acercarse. Como si en esa tinta latiera algo vivo—un resto de amor, de esperanza, o de lo que no supo escuchar entonces.
Y una mañana—un golpe en la puerta. Fuerte. El cartero. Un día cualquiera, pero sus manos temblaban. En el recibo de envío—remitente: D. Paredes.
Dentro, una carta. Y un billete. Cercanías hasta Cercedilla. El papel arrugado, como si hubiera estado mucho tiempo en un bolsillo. Al final—una firma:
*«Si puedes—ven. Si no quieres—no te retengo. Solo dime. No sé hacerlo de otra forma. Pero aún sé esperar.»*
Lucía se sentó en el pasillo, apoyada contra la puerta. El suelo estaba helado. Y ese fue el mejor frío de su vida. Porque era real. Porque el dolor—significaba que aún latía. No lloró. Solo se quedó ahí, ojos cerrados. Algo se apretó en su pecho. Y esa presión no era desesperación—era posibilidad.
A veces el amor no se va. Solo se calla. Se esconde en objetos viejos, en recuerdos de olores, en un paraguas junto a la puerta, en una letra conocida. Y espera a que, por fin, puedas volver a respirar. Sin miedo. Sin rabia. Solo—respirar.
Lucía llegó a la última parada. Él estaba allí. Sin flores. Sin excusas. Pero con unos ojos en los que solo había una cosa: luz.