Desde primera hora, el piso no solo estaba en silencio, sino que ese silencio se había vuelto espeso, como el aire antes de una tormenta. No era la calma reconfortante, sino esa quietud tensa que hace temblar los dedos. Hasta la tetera hervía con timidez, como si no quisiera romper ese frágil equilibrio donde la realidad cambiaba de forma. Lucía estaba en la cocina—descalza, con el pelo húmedo y una camiseta gris desteñida—, sin recordar por qué había despertado a las siete. No había puesto el despertador. Simplemente abrió los ojos y lo supo: algo había cambiado.
Sobre la mesa había una postal. Sin sobre, abandonada entre una taza de infusión de escaramujo a medio tomar y un paquete de tortas de arroz. Como si alguien la hubiera dejado allí de pasada. La letra le resultaba dolorosamente familiar—recta, pulcra, sin florituras. La misma con la que Adrián firmaba las felicitaciones: sobria, pero con un calor escondido en cada trazo.
«Lucía. Perdón. No pude más. No me busques. —A.»
No la tocó. Solo la miró. Minutos. Quizá una hora. Como si ese trozo de papel fuera el umbral que, al cruzarlo, lo haría todo añicos. Después encendió la radio—el locutor hablaba con animación de los atascos en la M-30, como si nada hubiera pasado. Como si el mundo no hubiera perdido a una persona. A aquella que respiraba a su lado cada mañana.
Adrián se había ido de noche. Lo supo porque no escuchó pasos, ni el golpe de la puerta, ni el chirrido de la cerradura. Solo el perchero vacío en el recibidor. Su bufanda—gris, áspera—seguía colgada. Ni siquiera se llevó el paraguas. El de mango de madera y detalles rojos. Lucía lo miró fijamente, como si pudiera responder a las preguntas que ella no sabía formular.
Intentó recordar cuándo habían hablado de verdad por última vez. No de la basura o la lista de la compra, sino de lo que importaba. Quizá en abril, sentados en un banco junto al lago. Adrián había susurrado entonces: «Contigo cuesta respirar». Ella bromeó. Y quizá, en ese momento, él ya se despedía.
Al mediodía, repasó fotos viejas. Aparecían juntos—en el autobús, en la montaña, en la casa rural. Allí, su mano sobre su hombro. Allí, rodeándole la cintura, sonriendo. Antes, esas imágenes la abrigaban. Ahora, solo quedaba un eco frío y amorfo. Ni siquiera lloró. Y eso era lo que más miedo daba. Como si las emociones se hubieran consumido, dejando solo un vacío pegajoso.
Por la noche, llamó Jorge, un amigo común. «¿Estás bien?», preguntó. Lucía respondió: «Sí. Es que no he dormido bien». Mintió sin vacilar. Sin quebrarse. Como si llevara toda la vida ensayando esa frase. Tras colgar, se quedó sentada en la oscuridad, escuchando cómo goteaba el grifo. Cada gota, una cuenta atrás.
Al día siguiente, fue a la estación de Atocha. Solo para quedarse junto a los andenes. Observar a la gente. A los que se iban, volvían, corrían, saludaban, abrazaban, lloraban o reían. Todos vivos. Todos con prisa. Y ella, con un silencio tirante como un cable dentro. Adrián siempre odió las estaciones. Decía: «Recuerdan demasiado alto que todo es temporal». Ni siquiera le gustaba pasar cerca. Pero fue allí, ante la vía, donde Lucía entendió que él no se había ido del piso. Había abandonado su «nosotros». Y quizá no hubiera vuelta atrás.
Al tercer día, sacó el paraguas. Lo dejó junto a la puerta. Luego lo guardó. Y después lo volvió a sacar. Como si aquel paraguas fuera un ancla. Un recordatorio de que algo podía quedar. O regresar.
Pasaron dos semanas. La postal seguía en la mesa. A veces notaba polvo sobre ella y lo soplaba, temerosa de borrar sus últimas palabras. Otras, juraba que el papel se calentaba al acercarse. Como si en la tinta latiera algo vivo—un resto de amor, de esperanza o de lo que no supo escuchar.
Hasta que una mañana, llamaron a la puerta. Fuerte. El cartero. Un día normal, pero con los dedos temblando. En el recibo de entrega, el remitente: A. Delgado.
Dentro, una carta. Y un bilde tren a Toledo, arrugado, como si hubiera estado doblado en un bolsillo demasiado tiempo, y al final, su firma:
“Si quieres, ven. Si no, no te obligo. Solo dime. No sé hacerlo de otra manera. Pero aún sé esperar.”
Lucía se sentó en el pasillo, apoyando la espalda contra la puerta, el suelo frío bajo sus piernas, y ese frío fue el mejor que había sentido en su vida—porque era real, porque el dolor, al menos, significaba que aún seguía viva.