Fue una fría noche de invierno en un pequeño pueblo cerca de Toledo. Mi marido se había ido a trabajar el turno de noche, y yo me quedé en casa con nuestro hijo de dos años, Mateo. No quería dormirse, se revolvía en la cama y me suplicaba que jugáramos un poco más. Cansada de insistir, decidí dejarlo unos minutos más mientras yo iba a la cocina a prepararme un té.
Pero antes siquiera de alcanzar la taza, un llanto aterrador resonó en la habitación. Corrí como una flecha hacia su cuarto. Mateo estaba en medio de la habitación, su pequeño cuerpo sacudido por la tos y el llanto.
—¿Qué te pasa, mi vida? ¿Dónde te duele? —Me arrodillé frente a él, abrazándolo con desesperación. No respondía, solo lloraba con más fuerza, y la tos era cada vez más intensa.
De pronto, un pensamiento me atravesó: ¡podía haberse tragado algo! Intenté abrirle la boca, pero la apretaba con fuerza, sin dejarme acercarme. No sabía qué hacer. Solo tenía veinte años, casi una niña yo misma. Mis manos temblaban, el corazón me golpeaba el pecho. Lo llamé, le rogué, incluso le grité… Nada funcionaba. Mateo se ahogaba. Respirando con dificultad, como un pez fuera del agua.
Corrí hacia el teléfono. Marqué el 112. No había tono, ni ruido… solo un silencio aterrador. Volví a intentarlo, una y otra vez, pero nada. No teníamos móviles, vivíamos al día con el sueldo de mi marido y las ayudas sociales. Me derrumbé de rodillas, abracé a mi hijo contra mi pecho y lloré como nunca antes. Era como si el cielo se desgarrara dentro de mí. Solo una frase rondaba mi mente: *«Dios mío, por favor, ayúdame…»*.
No era atea, pero tampoco podría decir que era devota. Solo había ido a misa una vez en mi vida, con mi abuela. No sabía rezar. Pero en ese momento, hablé con Dios como una madre desesperada. Sin fórmulas, sin rituales. Solo suplicando que alguien salvara a mi niño.
Y entonces… alguien llamó a la puerta.
Me lancé hacia la entrada, esperando sin esperanza que fuera mi marido, que hubiera vuelto por alguna razón. Pero en el umbral había un hombre completamente desconocido, de unos treinta y cinco años. Abrió la boca para hablar, pero al verme, se quedó petrificado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, con voz tensa, fijándose en mi rostro descompuesto.
Como en un trance, le conté todo desde la puerta, sin invitarlo a entrar, sin pudor. Él me escuchó en silencio, y de pronto me apartó suavemente y entró en la habitación. Yo me quedé paralizada, incapaz de moverme, mientras él se agachaba frente a Mateo, hablándole con calma… Y ocurrió el milagro. Mi hijo se calmó, su respiración se hizo más tranquila, la tos cesó. Entonces, el hombre se volvió hacia mí, abrió la palma de su mano y me mostró un pequeño objeto negro:
—Una cuenta de collar.
Lo supe al instante. Una semana antes, se me había roto el hilo de mis cuentas favoritas al salir deprisa. Recogí casi todas… casi. Una, al parecer, la encontró Mateo.
El hombre se llamaba Javier. Era médico de urgencias pediátricas. Esa noche, volvía a casa cuando su coche se paró en seco frente a nuestro portal. Sin móvil a mano, decidió llamar desde la primera casa que encontrara. En aquel entonces no había portero automático, los portales estaban abiertos, y nuestro piso era el más cercano a la escalera.
Y no, aquella noche no pudo hacer esa llamada. Más tarde supimos que una avería había dejado sin línea telefónica a todo el barrio. Pero cuando Javier, tras aceptar a regañadientes una taza de té, salió a su coche… el motor arrancó al primer intento. Sin esfuerzo.
Desde entonces, creo que no fue casualidad. Fue una respuesta. Una ayuda enviada desde arriba. Ahora voy a misa, enciendo velas por la salud del siervo de Dios Javier, y cada vez que miro a mi hijo, recuerdo aquel día en que Dios entró en nuestra casa… no por el techo, ni bajando del cielo, sino llamando sencillamente a nuestra puerta.