—¿Cuándo será el día en que ya no estés?, susurró mi nuera junto a la cama del hospital, sin saber que yo escuchaba todo y que la grabadora lo estaba registrando.
Su aliento era tibio y llevaba el aroma de un café barato. Creía que yo estaba inconsciente, solo un cuerpo lleno de medicinas.
Yo no dormía. Yacía bajo una delgada manta de quirófano, y cada nervio de mi cuerpo vibraba como una cuerda tensada.
Bajo la palma, oculto a la mirada ajena, reposaba un pequeño rectángulo frío: la grabadora. Pulsé el botón de grabación hacía una hora, cuando ella entró a la sala acompañada de mi hijo.
—Jorge, ella es como una verdura, —se oyó más fuerte la voz de Celia, que había tomado posición junto a la ventana. —El médico dice que no hay sonido. ¿Qué esperamos?
Escuché a mi hijo suspirar con peso. Mi único hijo.
—Celia, esto es… no está bien. Ella es mi madre, —dije con la voz apenas audible.
—¡Y yo soy tu esposa! —replicó ella de golpe. —Y quiero vivir en un piso decente, no en este trastero. Tu madre ya ha cumplido su vida. Setenta años. Basta.
Yo permanecí inmóvil, respirando con la cadencia de una muerte simulada. No lloré; todo dentro de mí se había convertido en ceniza gris.
Solo quedó una claridad helada, cristalina.
—El agente inmobiliario dice que ahora los precios están buenos, —prosiguió Celia, adoptando tono de negocio. —Un dúplex en el centro con reforma incluida…
Podríamos sacar una buena cantidad, comprar una casa en las afueras como soñábamos, un coche nuevo. ¡Jorge, despiértate! Esta es nuestra oportunidad.
Él guardó silencio. Su silencio pesaba más que sus palabras. Era una aceptación disfrazada de debilidad.
—¡Y sus cosas! —continuó Celia. —Desharemos la mitad. No sirven de nada. Vajillas, libros… Solo quedará lo de antigüedades, si encuentra algo. Llamaré a un tasador.
Me sonreí internamente. Un tasador. No sospecha que ya he preparado todo la semana anterior a que me acostara.
Todas las pertenencias valiosas ya están guardadas en un sitio seguro, al igual que los documentos.
—Vale, —exhaló Jorge al fin. —Haz lo que creas. Me cuesta hablar de esto.
—No, no hables, querido, —gruñó ella. —Yo lo haré todo sola. No tendrás que ensuciarte las manos.
Se acercó a la cama.
Sentí su mirada fría, calculadora, como si evaluara no a una persona viva sino a un obstáculo que pronto desaparecería.
Apreté con los dedos la carcasa lisa de la grabadora. Era solo el comienzo. Aún no sabían lo que les espera.
Nos han tachado de la vida. En vano. La vieja guardia no se rinde; avanza su último asalto.
Pasó una semana. Goteos, puré sin sabor y mi teatro silencioso. Celia y Jorge venían cada día.
Mi hijo se sentaba junto a la puerta, clavado en el móvil, como queriendo escaparse de la realidad. No aguantaba ver mi cuerpo inmóvil, ni su propia traición.
Celia, por el contrario, se sentía en la sala como en su casa. Conversaba a viva voz con amigas por teléfono, planeando la futura vivienda.
—Tres habitaciones, salón amplio y parcela, ¿te lo imaginas? Yo haré el jardín. ¿Qué? ¿Suegra? Ay, la tengo en el hospital, cosas malas, no sobrevivirá.
Cada palabra quedó registrada. Mi colección crecía.
Hoy cruzó la línea. Sacó su portátil, se instaló junto a mi cama y empezó a mostrarle a Jorge fotos de chalets.
—Mira, este! ¿Y este? ¡Qué chimenea! Jorge, ¿me escuchas?
—Sí, —respondió él, sin levantar la vista del suelo. —Es raro… aquí, junto a ella…
—¿Y dónde más? —intervino Celia. —No hay tiempo que perder. Ya llamé a nuestra agente, mañana recibirá a los primeros compradores. Hay que presentar el piso impecable.
Se volvió hacia mí. No había rastro de humanidad en su mirada, solo cálculo helado.
—Ya que hablamos de cosas, ayer entré a los armarios, ¡tanta trastienda! Tus vestidos son anticuados… los empaqué para donación.
Mis vestidos. Aquellos con los que defendí mi tesis. Aquellos con los que el padre de Jorge me propuso matrimonio.
Cada prenda era un fragmento de recuerdo. No tiraba tela, borraba mi vida.
Jorge se estremeció.
—¿Por quédate? Tal vez ella quisiera…
—¿Qué “quisiera”? —interrumpió Celia. —Ya no quiere nada. Jorge, deja de actuar como niño. Construimos nuestro futuro.
Se levantó, se acercó al cajón de mi mesita y lo abrió sin ceremonia. Sus dedos hurgaban entre servilletas húmedas y cajas de pastillas.
—¿No guarda aquí los documentos? ¿Pasaporte o algo? Necesitamos papeles para el trato.
Así, la presión psicológica se transformó en acciones directas. Ya no solo parloteaba, estaba robándome con vida.
En ese momento entró la enfermera.
—Ana Pavlovna, hora de la inyección.
El rostro de Celia cambió al instante, adoptando una expresión de tristeza preocupada.
—Claro, claro. Vamos, Jorge, no molestemos al médico. Mamá, mañana volvemos, —dijo, acariciando mi mano con una delicadeza repulsiva, como una oruga arrastrándose por la piel.
Cuando se fueron, no abrí los ojos hasta que los pasos de la enfermera se apagaron en el pasillo. Con gran esfuerzo giré la cabeza. Los músculos dolían, pero lo logré.
Detuve la grabadora, guardé el archivo bajo el número siete y, bajo la almohada, toqué mi segundo teléfono, el de botones que me había entregado en secreto mi viejo amigo y abogado.
Marqué el número que recordaba de memoria.
—Habla, —respondió una voz serena y profesional al otro lado.
—Señor Borja, soy yo, —mi voz brotó ronca, extraña. —Ponga en marcha el plan. Ha llegado la hora.
Al día siguiente, a las tres en punto, sonó el timbre en mi piso. Celia lo abrió con su sonrisa más encantadora.
En el umbral estaba una pareja respetable acompañada de una agente inmobiliaria.
—¡Pasen, por favor! —exclamó ella. —Perdonen el desorden creativo, ya sabéis, nos mudamos pronto.
Guió a los visitantes por el pasillo, hablando de “vistas maravillosas desde las ventanas” y “vecinos agradables”.
Jorge se aferró a la pared, intentando pasar desapercibido. Su rostro era gris como ceniza.
—El piso pertenece a mi suegra, —dijo Celia, con un matiz de tristeza. —Su estado es grave, los médicos no dan esperanzas.
Decidimos que un centro especializado sería mejor para ella, bajo vigilancia. Estas paredes guardan demasiados recuerdos.
Hizo una pausa dramática, para que los compradores sintieran la gravedad.
En ese instante, la puerta se abrió de nuevo, sin timbre. Entró despacio una silla de ruedas. Sentada en ella estaba yo.
No llevaba bata de hospital, sino un rígido traje azul oscuro de seda densa. El pelo recogido con elegancia, los labios apenas pintados. Mi mirada era fría y serena.
Detrás, el señor Borja, mi abogado, alto y canoso, con traje impecable, cerró la puerta tras de sí.
Celia se quedó paralizada; su sonrisa desapareció como borrada con goma.
Jorge se encogió aún más, buscando una salida. Los compradores y la agente intercambiaban miradas desconcertadas entre Celia y yo.
—Buenos días, —mi voz, aunque baja, cortó el silencio con precisión. —Parece que han equivocado la dirección. Este piso no está a la venta.
Me dirigí a la pareja desconcertada.
—pido disculpas por este malentendido. Mi nuera, quizá, se emocionó demasiado por mi estado y… exageró.
Celia despertó como sacudida.
—¿Mamá? ¿Cómo has llegado aquí? No deberías…
—Yo hago lo que me plazca, querida, —le lancé una mirada que enfrió el aire. —Especialmente cuando en mi casa se hacen cosas sin mi permiso.
Presioné el móvil y reproducí la grabación. Del altavoz salió el siseo familiar y la voz que había escuchado tantas veces:
«¿Cuándo será el día en que ya no estés?»
El rostro de Celia se volvió pálido como la sábana. Trató de abrir la boca, pero no pudo emitir sonido. Jorge se cubrió el rostro con las manos.
—Tengo una gran colección de grabaciones, Celia, —dije con calma. —Sobre tus sueños, tus cosas vendidas, el tasador. Creo que a ciertas autoridades les interesará.
Especialmente al artículo de estafa.
El señor Borja se adelantó con una carpeta de documentos.
—Esta mañana, Ana Pavlovna firmó a mi nombre una poder general, —informó seco. —Y también una denuncia a la policía. Además, he preparado una notificación de desalojo por daño moral y amenaza a la vida. Tienen 24 horas para recoger sus pertenencias y abandonar el piso.
Deposita los papeles sobre la mesa; hacen un leve crujido inevitable.
Era el final. Un punto sin retorno. Pero, por primera vez en semanas, no sentí dolor ni rencor. Sentí una fuerza helada, segura, la de quien ya no tiene nada que perder y ha venido a reclamar lo suyo.
La agente y los compradores se marcharon con disculpas murmuradas. En el salón sólo quedamos nosotros cuatro. El silencio era denso, como polvo en una habitación vieja.
Celia fue la primera en recuperarse. El shock se tornó en furia.
—¡No tenéis derecho! —chilló, señalándome con el dedo. —¡Este es el piso de Jorge! ¡Él está registrado! ¡Es heredero!
—Ex‑heredero, —corregió Borja, revisando los papeles.
—Según el último testamento, fechado ayer, todo el patrimonio de Ana Pavlovna se destina a la fundación de apoyo a jóvenes investigadores.
—Tu marido, lamentablemente, no está incluido, —añadió.
Ese fue mi disparo final. Vi cómo la última chispa de esperanza se apagaba en sus ojos. Miró a Jorge con una odio que lo hacía culpable de todo.
Jorge, mi hijo, por fin se separó de la pared y dio un paso hacia mí. Su rostro estaba empapado de lágrimas, lamentable.
—Mamá… lo siento. No quise. Fue ella… ella me obligó.
Lo miré, a ese hombre de cuarenta años que se había refugiado tras la espalda de una mujer por propia voluntad.
El amor, ese amor maternal sin límites, había muerto en la habitación del hospital bajo el susurro de su esposa. Sólo quedaba amarga decepción.
—Nadie te obligó a callar, Jorge, —le respondí, sin alzar la voz. —Elegiste tu camino. Vive con él.
—¿Y ahora adónde iremos? —intervino Celia, temblorosa de miedo y rabia. —¿A la calle?
—Teníais un alquiler antes de pensar que mi salida era inminente, —le recordé. —Podéis volver allí o a cualquier sitio. Ya no es mi responsabilidad.
Celia se lanzó a recoger sus cosas, arrojándolas a la bolsa mientras murmuraba maldiciones. Jorge quedó en medio de la sala, perdido.
Volvió a mirarme.
—Mamá, por favor. Lo entiendo. Cambiaré.
—Cambiar nunca es tarde, —asentí. —Pero no aquí, ni conmigo. La puerta de mi piso está cerrada para vosotros. Para siempre.
Bajó la cabeza. Comprendió que era el final, no una representación ni un castigo, sino una decisión definitiva.
Una hora después se marcharon. Oí el clic de la puerta. Borja se acercó.
—Ana Pavlovna, ¿está segura de la fundación? Podemos devolverlo todo.
Negué con la cabeza.
—No. Que así sea. Quiero que lo que quede de mi vida sirva, no que genere más enemistades.
Asintió y se despidió. Me quedé solo en mi apartamento, acariciando el reposabrazos de la silla, los lomos de los libros. Nada había cambiado.
Yo sí había cambiado. Ya no era sólo la madre que perdona todo. Era alguien que traza sus propios límites.
Y en este nuevo universo no había sitio para quien alguna vez susurró: «¿Cuándo será el día en que ya no estés?».