«¿Cuándo te vas a ir para siempre?» susurró mi nuera junto a mi cama de hospital, sin imaginar que yo escuchaba todo y que el pequeño grabador seguía anotando cada palabra.
Su aliento, tibio y con aroma a café barato, pretendía convencerla de que yo sólo era un cuerpo lleno de medicinas, inconsciente.
Yo, sin embargo, no dormía. Yacía bajo una ligera manta de hospital, cada nervio tenso como una cuerda de guitarra. En la palma de mi mano, oculto a la mirada ajena, reposaba un diminuto rectángulo frío: el grabador. Lo había puesto en marcha hacía una hora, cuando ella entró en la habitación acompañada de mi hijo.
Iñigo, ella es como una verdura la voz de Soledad se alzó, más fuerte al acercarse a la ventana. El médico dice que no hay sonido. ¿Qué esperamos?
Escuché el pesado suspiro de mi único hijo.
Soledad, eso suena raro. Ella es mi madre.
¡Y yo soy tu mujer! repuso ella de golpe. Y quiero vivir en un piso decente, no en este trastero. Tu madre ya ha cumplido su vida: setenta años. Ya basta.
No me moví. Respiré con la precisión de quien finge un sueño profundo. No hubo lágrimas; todo dentro de mí se había convertido en ceniza gris.
Solo quedó una claridad helada y cristalina.
El agente inmobiliario dice que ahora los precios están de oferta continuó Soledad, adoptando tono de negocios. Un dúplex en el centro, reformado
Podríamos conseguir una buena suma, comprar una casa en las afueras como siempre soñamos, una coche nuevo. ¡Iñigo, despiértate! Es nuestra oportunidad.
Él guardó silencio. Su silencio era más aterrador que sus palabras. Era un consentimiento, una traición envuelta en debilidad.
«Ajo rubí de invierno, variedad europea, rebajado» repetía la pantalla del móvil.
Y sus cosas prosiguió Soledad. Tiraremos la mitad. Son trastos que a nadie le sirven: vajillas tontas, libros Solo quedará el anticuariado, si acaso encontramos a alguien. Llamaré a un tasador.
Yo sonreí en mi interior. Un tasador. Ni siquiera sospecha que ya he hecho, una semana antes de acostarme, el inventario de todo lo valioso. Todo está guardado en un sitio seguro, como los documentos.
Vale exhaló Iñigo finalmente. Haz lo que consideres. Me cuesta hablar de esto.
No hables, querido gruñó ella. Yo me encargaré de todo. No tendrás que ensuciarte las manos de pintura.
Se acercó a la cama. Sentí su mirada, fría y calculadora, como si evaluara una piedra que pronto desaparecería. Apenas apreté los dedos alrededor del cuerpo liso del grabador. Era sólo el comienzo; aún no sabían lo que les esperaba.
Me tacharon de parte del pasado. En vano. La vieja guardia no se rinde; está en su última ofensiva.
Pasó una semana de gotas, puré insípido y mi teatro silencioso. Soledad e Iñigo aparecían a diario.
Mi hijo se sentaba frente a la puerta, clavado en el móvil, como intentando escapar de la realidad. No aguantaba ver mi cuerpo inmóvil, ni su propia traición.
Soledad, en cambio, se sentía en la sala como en su salón. Hablaba a gritos con sus amigas por teléfono, describiendo la futura vivienda:
Tres dormitorios, salón amplio y parcela, ¿te imaginas? Haré paisaje. ¿Qué, suegra? ¡Ay, ella está en el hospital y no aguanta!
Cada frase quedaba registrada. Mi colección crecía.
Hoy cruzó la línea. Sacó su portátil y, plantada junto a mi cama, empezó a mostrarle a Iñigo fotos de chalets.
Mira, ¡qué bonito! ¿Y éste? ¡Una chimenea de verdad! Iñigo, ¿me escuchas?
Sí respondió él, sin apartar la vista del suelo. Es raro aquí, junto a ella
¿Y dónde más? replicó Soledad. No hay tiempo que perder. Ya llamé a nuestra agente; mañana traerá a los primeros compradores. Hay que dejar el piso impecable.
Se volvió hacia mí. En sus ojos no había nada humano, solo cálculo gélido.
Por cierto, lo de tus cosas. Ayer entré, empecé a vaciar armarios. Qué montón de trastos Tus vestidos anticuados Los metí en bolsas para donación.
Mis vestidos. Aquellos con los que defendí mi tesis. Aquellos con los que el padre de Iñigo me pidió matrimonio. Cada pieza era un fragmento de recuerdo; ella no tiraba tela, borraba mi vida.
Iñigo se estremeció.
¿Por qué lo tocas? Tal vezón
¿Qué talón? interrumpió Soledad. Ya no quiere nada. Iñigo, deja de hacerte el niño. Estamos construyendo nuestro futuro.
Se alzó, se acercó a mi mesita y sin ceremonia abrió el cajón. Sus dedos hurgaban entre servilletas húmedas y cajas de pastillas.
¿No guarda aquí los papeles? Pasaporte, algo? Necesitamos documentos para el trato.
El impulso psicológico se transformó en acción directa. Ya no sólo hablaba, estaba robándome viva.
En ese momento entró la enfermera.
Ana Pavón, hora de la inyección.
El rostro de Soledad cambió al instante, adoptando una expresión amable y preocupada.
Claro, claro. Iñiguete, vamos, no molestemos al médico. Mamá, mañana volvemos dijo, acariciando mi mano con una suavidad que producía escalofríos, como una oruga arrastrándose.
Cuando se marcharon, esperé a que el eco de sus pasos se apagase. Con gran esfuerzo giré la cabeza; los músculos dolían, pero lo logré.
Detuve el grabador, guardé el archivo bajo el número «siete» y, bajo la almohada, encontré mi viejo móvil de botones, regalado en secreto por un antiguo amigo y abogado. Marqué el número que recordaba de memoria.
¿Hola? contestó una voz serena y profesional al otro lado.
Soy Ana, a Semen Borja casi carraspeé. Pon en marcha el plan. Ha llegado el momento.
Al día siguiente, a las tres en punto, sonó el timbre de mi piso. Soledad lo abrió con su sonrisa más encantadora. En la puerta estaba una pareja respectable acompañada de la agente inmobiliaria, Celia.
¡Pasen, por favor! exclamó con entusiasmo. Disculpen el desorden, estamos preparando la mudanza.
Celía condujo a los invitados por el pasillo, charlando de vistas maravillosas desde las ventanas y vecinos agradables. Iñigo se aferró a la pared, intentando pasar desapercibido; su rostro era gris como ceniza.
El piso pertenece a mi suegra dijo Soledad con un tono melancólico. Lamentablemente su salud está muy delicada, los médicos no dan esperanzas.
Decidimos que un centro especializado sería mejor para ella, bajo vigilancia. Estas paredes tienen demasiados recuerdos. Hizo una pausa dramática, como si quisiera que los compradores sintieran la tragedia.
En ese instante, la puerta se abrió de nuevo, sin timbre. Una silla de ruedas entró despacio, sin ruido. Dentro estaba yo. No con pijama de hospital, sino con un elegante traje oscuro de seda, el pelo recogido, los labios apenas maquillados. Mi mirada era fría y serena.
Detrás mío estaba Semen Borja, mi abogado, alto, canoso, impecable en traje. Cerró la puerta tras él con un suave clic.
Soledad se quedó petrificada; su sonrisa se desvaneció como borrada con borrador. Iñigo intentó buscar una salida, sus ojos revoloteaban por la estancia, sin encontrar escapatoria. Los compradores y Celía intercambiaban miradas desconcertadas.
Buenos días mi voz, aunque baja, cortó el silencio con precisión. Parece que se han equivocado de dirección. Este piso no se vende.
Me dirigí a la pareja desconcertada.
Perdonen este malentendido. Mi nuera, probablemente, se dejó llevar por mi estado y exageró.
Soledad pareció despertar.
¿Mamá? ¿Cómo estás aquí? No deberías
Yo hago lo que me parecele lancé una mirada que heló el aire. Sobre todo cuando alguien se cree dueño de mi casa sin permiso.
Saqué el móvil y pulsé reproducir. Desde el altavoz resonó la frase que había grabado:
«¿Cuándo te vas a ir para siempre?»
El rostro de Soledad palideció hasta el color de la sábana. Abrió la boca, pero no pudo emitir sonido. Iñigo se tapó la cara con las manos y se encogió contra la pared.
Tengo una gran colección de grabaciones, Soledad dije con calma. De tus sueños, de los objetos vendidos, del tasador. Creo que a ciertos organismos les resultará interesante. Particularmente al de fraude.
Semen Borja dio un paso al frente, sosteniendo una carpeta de documentos.
Esta mañana Ana firmófilas otorgó una poder general a mi nombre informó seco. También una denuncia a la policía. Además, he preparado la notificación de desahucio por daño moral y amenaza a la vida. Tienen 24 horas para recoger sus pertenencias y abandonar el piso.
Dejó los papeles sobre la mesa; cayeron con un susurro inevitable.
Era el final. La línea. El punto después del cual nada volvería a ser igual. Pero, por primera vez en semanas, no sentí dolor ni rencor. Sentí una fuerza gélida, firme, de quien ya no tiene nada que perder y ha venido a reclamar lo suyo.
Los compradores y Celía desaparecieron en un murmullo de disculpas. En la sala sólo quedamos nosotros cuatro. El silencio se volvió denso, como polvo en una habitación vieja.
Soledad fue la primera en recuperarse. Su furia se tornó en cólera.
¡No tenéis derecho! chilló, señalándome con el dedo. ¡Este es el piso de Iñigo! ¡Está empadronado! ¡Es heredero!
Heredero anterior corrigió Semen, hojeando los documentos. Según el nuevo testamento, firmado y legalizado ayer, todo el patrimonio de Ana se destina al Fondo de Apoyo a Jóvenes Investigadores. Tu marido, lamentablemente, no está incluido.
Ese fue mi disparo final. Vi cómo en sus ojos se apagaba la última chispa de esperanza. Miró a Iñigo con una odio tan intenso que parecía culparlo de todo.
Iñigo, mi hijo, finalmente se desprendió de la pared y dio un paso hacia mí. Su rostro estaba húmedo de lágrimas, patético.
Mamá lo siento. No quería fue ella ella me obligó.
Lo miré, a ese hombre de cuarenta años que se había ocultado tras la espalda de su madre por elección propia.
El amor materno, infinito, había muerto en esa sala de hospital entre susurros de su esposa. Sólo quedó el amargo desencanto.
Nadie te obligó a callar, Iñigo respondí sin alzar la voz, con tono uniforme y casi indiferente. Elegiste tu camino. Vive con él.
¿Y ahora a dónde iremos? intervino Soledad, temblorosa de miedo y furia. ¿A la calle?
Teníais un piso alquilado antes de decidir que mi casa quedaría vacía le recordé. Podéis volver allí o donde queráis. Ya no es mi responsabilidad.
Soledad se lanzó a los objetos, arrojándolos a una bolsa mientras murmuraba maldiciones. Iñigo quedó en medio de la estancia, perdido.
Miró otra vez a mi cara.
Mamá, por favor. Lo entiendo todo. Cambiaré.
Cambiar nunca es tarde asentí. Pero no aquí, y mucho menos conmigo. La puerta de mi apartamento está cerrada para vosotros, para siempre.
Bajó la cabeza. Comprendió que ese era el final, no un acto de teatro ni un castigo, sino la decisión definitiva.
Una hora después se fueron. Oí el crujido de la puerta al cerrarse. Semen se acercó.
Ana, ¿está segura con el fondo? Podemos devolver todo.
Negué con la cabeza.
No. Que así sea. Quiero que lo que quede de mi vida sirva para siempre, no que genere más rencores.
Asintió y se despidió. Me quedé sola en mi apartamento, deslizando la mano por el reposabrazos de la silla y por la lomo de los libros. Nada había cambiado allí.
Yo sí había cambiado. Ya no era sólo la madre que lo perdona todo. Era la mujer que traza los límites de su propio universo.
Y en ese nuevo universo no había sitio para quien alguna vez susurró: «¿Cuándo te vas a ir para siempre?».







