Cuando decides ayudar a alguien, procede con cautela: la buena acción pierde valor rápido; una sola ayuda y ya creen que para ti es fácil.

Querido diario,

Cuando me dispongo a ayudar a alguien, debo ser cauteloso. Un buen acto se devalúa con rapidez. La primera vez que presto mi ayuda, la gente empieza a pensar que lo tengo fácil, que tengo “excedente”. Dinero, tiempo, energía y recursos desaparecen.

Pero hay una trampa: la ayuda puede convertirse en yugo. Al principio agradecen con reverencia, luego piden amablemente, después exigen. Y cuando ya no puedo o no quiero seguir, me tratan como si los hubiera defraudado, como si les debiera el sueldo o un préstamo.

En su percepción me convierten en “filántropo”, y suponen que seguiré “suministrando”. Mi generosidad pasa a ser un ingreso “planificado”. ¡Me tenían calculado! Firmé como salvador y ahora me acusan de haberme retractado. Por eso me hacen sentir culpable.

Hay una amarga verdad adicional: a veces mi ayuda despierta envidia. “Si él puede dar, es porque le sobra. ¿Por qué a él le dan abundancia y a mí sólo migajas?” De pronto mi apoyo deja de ser un regalo y se vuelve una humillación.

Cuando digo: “Perdona, ya no puedo más”, en lugar de compasión recibo reproches y resentimientos. He vivido esta historia más de una vez: agradecimiento sincero, luego peticiones, después exigencias y, al final, ira y desprecio por todo lo que he hecho.

La ayuda transforma al asistente en “deudor”. Basta un alto y me convierten en culpable. Por eso, antes de extender la mano, recuerdo que tras la segunda o tercera petición conviene reflexionar. ¿No se convertirá mi bondad en un “servicio vital”? A menudo esperan de mí no gratitud, sino una obligación sin fin. El final siempre es el mismo: el antiguo salvador pasa a ser “traidor”. La bondad hecha con sinceridad y sin esperar nada no lleva carga. O se valora, o se desprecia al instante. Y en ese caso, no soy yo el culpable.

Mi conocida Natalia tenía una amiga de la infancia, con la que siempre se apoyaban. Cuando esa amiga perdió el empleo, Natalia no lo dudó: le dio dinero, le presentó contactos e incluso le ofreció su piso en Madrid por varios meses.

Al principio la amiga agradecía casi a diario. Luego se habituó. Después empezó a considerar esa ayuda como algo que le correspondía. —Eres la única que tengo, siempre me salvarás, ¿verdad?— repetía cada vez que pedía más.

Y Natalia seguía ayudando. Hasta que un día le dijo: —Perdona, ya no puedo más. Yo también atravieso momentos difíciles.

La amiga cambió al instante. —¡Contaba contigo! ¡Lo prometiste! ¿Así actúan los verdaderos amigos?

Todo lo que Natalia había hecho durante años desapareció de su memoria. Sólo quedó la queja: “no me ayudaste cuando te necesité”.

Lo peor no fueron el dinero ni el tiempo perdido, sino descubrir que la verdadera amistad nunca existió; sólo había un hábito de recibir.

En ese momento Natalia comprendió lo esencial: la ayuda tiene valor cuando se encuentra con gratitud. Si en lugar de gratitud llega la exigencia, ya no es apoyo, sino aprovechamiento.

Desde entonces solo ayuda a quienes también están dispuestos a tender la mano a otros. Y sé que la bondad debe ser recíproca; de lo contrario, se transforma en cadenas.

Lección personal: antes de regalar mi tiempo y recursos, debo medir si mi generosidad será apreciada o convertida en una carga interminable.

Rate article
MagistrUm
Cuando decides ayudar a alguien, procede con cautela: la buena acción pierde valor rápido; una sola ayuda y ya creen que para ti es fácil.