«Cuando cuidé a mi madre enferma, mi pareja exigió: “Vende su casa y que se vaya”»

Cuando traje a mi madre enferma a casa, mi marido me soltó: “Pon su piso en alquiler y que se busque otro sitio.”

Conocí a Íñigo justo después del instituto. Pensé que el destino me empujaba directamente a sus brazos. Fue mi primer amor—ciego, intenso, de cuento de hadas. No lo dudamos mucho y nos casamos con una boda ruidosa en una finca a las afueras de Madrid. Tres días de festejo, música hasta el amanecer, cientos de invitados. Mi madre brillaba de felicidad—al fin su única hija había encontrado a su media naranja.

Como regalo de boda, me dio un piso. Una herencia de su abuela. Sí, necesitaba una reforma integral, pero estaba en un edificio nuevo, en un buen barrio. Y lo más importante: era nuestro refugio. Nuestro comienzo.

Pero mi madre no se quedó ahí. Nos dio todos sus ahorros para que pudiéramos reformarlo bien, comprar muebles, hacerlo acogedor. Su aportación a nuestro futuro con Íñigo fue enorme. Me sentía la mujer más afortunada. Parecía que teníamos unos cimientos sólidos—amor y generosidad.

Pero todo se desmoronó de golpe.

En nuestra boda, mi padre conoció a una mujer más joven. Y se enamoró como un crío. A las pocas semanas, dejó a mi madre. Luego hizo los papeles, la dio de baja en el piso que compartían desde hacía décadas y lo vendió. Mi madre se quedó sin nada. Sin techo, sin apoyo.

Aguantó el tipo. Sonreía, seguía a mi lado, incluso cuando apenas podía mantenerse en pie del dolor. Y entonces vino lo peor—un ictus. La dejó medio paralizada. Le costaba hablar, moverse. Y estaba sola. Totalmente.

No lo dudé ni un segundo: me la traje a casa. Nuestro piso con Íñigo tenía dos habitaciones, 70 metros, espacio de sobra. Mi madre siempre fue discreta, tranquila, no molestaría a nadie.

La traje del hospital. Le puse sábanas limpias, una mesita junto a la cama, le preparé un té. Quería que sintiera que ahora todo sería distinto. Cálido. Seguro. Con amor.

Pero pasó lo que ni en mis peores pesadillas hubiera imaginado.

Íñigo, al ver que mi madre se quedaba con nosotros, me soltó frío y tajante:
—Oye, Lucía. Tu madre no puede quedarse aquí. Búscale otra cosa. Pon su piso en alquiler y que viva de eso.

Me quedé helada.
—¿Cómo dices…?
—Yo no firmé para esto. No quiero a alguien a quien cuidar. Es tu madre—tus problemas.

Se le olvidó de qué manos salió este piso. Olvidó que ella lo dio todo por nosotros. Olvidó que al menos un poco de gratitud le debía.

No le grité. No monté un drama. Solo le preparé sus cosas y le puse en la calle. Sin aspavientos. Sin lágrimas. En silencio. Como un cirujano cortando lo podrido. Fue el final. Y esto no me hizo infeliz—al revés, fue el comienzo de algo honesto y limpio.

Porque un hombre que, ante el primer problema, te da la espalda… no es tuyo. Y si borra sin más a quien os ayudó como pudo, ya no es un hombre—solo un error.

Ahora estamos mi madre y yo. Sí, es duro. Mucho. No camina, apenas habla. La cuido, le doy de comer, la lavo, le secAhora, cuando la veo sonreír con esfuerzo, sé que vale la pena cada segundo de este camino, porque el amor verdadero nunca abandona.

Rate article
MagistrUm
«Cuando cuidé a mi madre enferma, mi pareja exigió: “Vende su casa y que se vaya”»