**Crónicas de una vida**
Margarita López intentó dejar a su marido en dos ocasiones. Y las dos veces volvió. Por su hijo.
La primera vez huyó a casa de sus padres cuando Alejandro empezó a beber tras el nacimiento de Javier. No pudo soportar más sus borracheras. En mitad de la noche, con el pequeño pegado al pecho, salió de casa. Alejandro la alcanzó en el patio:
—¡¿A dónde crees que vas?!
—¡Lejos de ti!
Su madre, enfermera rural, se limitó a suspirar:
—Margarita, ¿qué esperabas al casarte con un camionero? Así son sus “fiestas”, y no van a cambiar.
No había réplica posible. Ella misma había elegido su destino. Se conocieron, por extraño que parezca, en la biblioteca. Margarita hacía allí unas prácticas, y Alejandro entró a cambiar un libro.
—¿Busca algo ligero? —preguntó ella, mirando sus manos callosas.
—Algo sobre el amor —respondió él con una sonrisa, mirándola como si le leyera el alma.
Le dio *Tres camaradas*. Días después, él volvió, pero no por otro libro.
—No lo acabé… ¿Te apetece ir al cine?
Y ella aceptó.
Era primavera, su cabeza estaba llena de sueños rosados y su corazón de juventud. Se enamoró. En aquella época, si querías estar con alguien, ibas al registro civil. Así fue.
La boda fue modesta, casi sin invitados. Un mes después, él la golpeó por primera vez, porque habló demasiado con el vecino. Luego, claro, le trajo margaritas y dijo:
—Sabes que soy celoso.
—¿Eso es una disculpa?
—No. Es un aviso.
Ella bajó la vista en silencio, puso las flores en un vaso. Maquilló el moratón bajo el labio. Lo perdonó.
Pero cuando nació el niño y Alejandro empezó a beber, se fue. No pudo más. Él pasó seis meses rogándole que volviera, jurando que lo dejaría. Y lo cierto es que aguantó casi dos años. Pero cada estrés lo ahogaba en alcohol; no sabía hacerlo de otra manera.
Una noche, tras una pelea especialmente cruel, cuando Alejandro rompió un jarrón —no contra ella, pero cerca—, se sentó en la cocina y empezó a escribirle a su hermana:
*”Luisa, no puedo más. Me voy. Tengo que salvarme.”*
Miró hacia la habitación del niño. Javier dormía abrazado a un autobús de juguete, regalo de su padre. Lo adoraba. Y el sentimiento era mutuo.
Margarita rompió la carta. Pensó: si me voy, él se hundirá. Y mi hijo verá cómo su padre se destruye. Mejor que me odie a mí a que se avergüence de él.
Alejandro debió sentirlo. Bebió menos. Nació su segundo hijo, Andrés. Durante unos años, la familia vivió tranquila, casi feliz. Pero las borracheras volvieron. Tras una de ellas, él irrumpió en casa medio delirando, y ella le dijo:
—Ya no te quiero. No podría. Nunca.
—¿Estás en tus cabales?
—Perfectamente. Pero seguiremos juntos. Por los niños.
Cada noche revisaba si sus hijos dormían, dejaba un libro pesado en la mesilla —por si acaso— y susurraba: *”Un día más. No es por mí. Es por ellos.”*
Los cambios fueron lentos. Pero pasaron los años, los niños crecieron. Alejandro se calmó, se serenó, casi dejó la bebida. El país se desmoronaba, las tiendas se vaciaban. Se mudaron a Valencia, el pequeño acababa de empezar el colegio.
La empresa de transporte donde trabajaba él cerró. Desesperado, Alejandro llevó una botella a casa y la dejó sobre la mesa.
—No —dijo Margarita con firmeza—. O eso, o los niños.
—Déjame en paz.
—No lo haré —agarró la botella y la vació en el fregadero.
Él alzó la mano, pero no la golpeó. Sabía que si lo hacía, lo perdería todo. Ella no cedería.
En 1995 les dieron un terreno. Sin dinero, pidieron prestado a sus padres.
—Construiremos la casa nosotros —dijo él, inesperadamente.
Ella no lo creyó. Pero cada fin de semana iban al solar: él mezclaba cemento, ella cargaba ladrillos. Una vez tropezó y se hirió la rodilla. Él corrió hacia ella:
—¡Tonta, ¿para qué te has metido aquí?!
Pero en su voz había miedo. Auténtico.
Construyeron la casa. Poco a poco. Cuando terminaron el tejado, él trajo champán. Sentados en las vigas, bebieron en vasos de plástico.
—Bonito, ¿verdad?
—No me lo creo —contestó ella.
Se mantuvo sobrio. Pero el amor no regresó.
—Mamá, ¿por qué sigues con él? —preguntó Javier, ya adulto—. Sois como extraños.
—Prometí en la salud y en la enfermedad. Y porque necesitabais un padre. Aunque fuera así. Cuando tengas hijos, lo entenderás.
Ahora ambos pasan de los setenta.
Alejandro juega con los nietos, y Margarita piensa: si me hubiera ido entonces, él no habría sobrevivido. Y estos niños no existirían. Así que no fue en vano.
Viven en la casa que construyeron. Cada uno tiene su habitación, sus películas. Ella escucha clásica, él ve *La ley y el orden*. Las noticias las ven juntos. Ahí está su pacto.
Los hijos llaman cada día. Los nietos sonrían desde los marcos de las fotos. Hace poco, la pequeña Alba, de cinco años, se subió a su regazo y preguntó:
—Abuela, ¿qué es el amor?
En el patio, el abuelo cortaba leña con precisión, como llevaba haciendo veinte años.
—Es perdonar a alguien algo que no perdonarías a otros.
—¿Como perdonas al abuelo?
No lo esperaba. En los ojos de la niña vio la misma profundidad que una vez tuvo Javier.
—No le perdoné. Solo elegí cada día qué era más importante para mí.
—¿Y qué era más importante?
Crujió la puerta. Alejandro entró.
—Tú —contestó la abuela—. Tu padre. Tu tío. Esta casa. Incluso los programas del abuelo…
Alba rio:
—¿Eso es el amor?
—No, cariño. Eso es paciencia. El amor… viene en muchas formas. Pero el verdadero aún lo conocerás.
Alejandro asomó desde la cocina:
—¿Un té, Margarita?
—Ahora lo pongo —respondió ella.
No era amor. Era algo más fuerte. ¿Valió la pena?
No hay respuesta. O quizá tú la sepas.