**Historia de Corazones Solitarios**
En la víspera de Año Nuevo, las residentes de un asilo en un pueblo pequeño al pie de los Pirineos esperaban con ilusión a sus hijos. Las que no podían caminar escuchaban los relatos de las más ágiles, que asomaban la cabeza por las ventanas, anhelando distinguir figuras familiares. Pero la nieve había cubierto el sendero hacia la puerta, y nadie se apartó del camino principal, bien despejado, para acercarse al asilo. El patio estaba sepultado bajo el blanco manto, como si a nadie le importaran aquellos ancianos abandonados.
Ana Martínez tenía un hijo del que hablaba con orgullo, aunque con un dejo de culpa frente a sus amigas. Su Miguel era un arquitecto exitoso; su nuera, contable en una gran empresa, y su nieto ya terminaba la universidad. Una familia perfecta, de esas que otras solo podían envidiar. Las compañeras de Ana tenían hijos desaparecidos, hundidos en la bebida o en la cárcel. Ella casi se avergonzaba de su suerte, pero en el fondo guardaba la esperanza de que Miguel no se olvidaría de ella.
Por las noches, las ancianas se reunían en la sala común y, para evitar que la memoria se les borrara, se contaban historias de sus vidas. Repetían viejas anécdotas, aferrándose a los recuerdos como a un salvavidas.
Ana había confesado a su amiga Carmen poco después de llegar al asilo que había nacido en una aldea perdida de Castilla. Años atrás, su hijo la convenció de dejar su hogar. Le prometió cuidados, una habitación acogedora en su piso. Su marido, ya fallecido, no quería mudarse—refunfuñaba que la ciudad no era para ellos—, pero al final cedió. Miguel, sabiendo que su padre era veterano de la Guerra Civil, vio en ello una ventaja. Lo empadronó en la ciudad, y pronto la familia consiguió un piso amplio de tres habitaciones. La nuera, Lucía, no pudo contener las lágrimas de alegría—antes vivían hacinados en un diminuto piso compartido.
Pero un año después, el esposo de Ana murió. Ella quedó sola, y el dolor la derrumbó tanto que sufrió un derrame cerebral. Milagrosamente sobrevivió, logró volver a caminar, pero su cuidado se convirtió en una carga para la familia. Lucía se irritaba cada vez más, daba portazos, a veces incluso le gritaba a Miguel. Ana lo oía todo y, incapaz de soportar las peleas, le suplicó a su hijo: «Llévame a un asilo, no quiero que discutas por mi culpa». Miguel asintió en silencio, y poco después Ana terminó en aquel lugar.
Carmen tenía su propia pena. Su hijo, Javier, era de buen corazón, pero la vida lo había arrastrado al abismo. Estuvo en prisión, pero antes de Nochevieja debía ser liberado. Carmen lo esperaba como se espera un milagro. Contaba que todo había empezado por culpa de su esposa, Elena. Trabajaba en una tienda de comestibles y llevaba a casa jamón, queso, y luego botellas de vino. Al principio bebían «para animarse», pero pronto se convirtió en su existencia. A Elena la despidieron, y ella y Javier empezaron a robar. Primero vaciaron la casa de Carmen, luego se dedicaron a los vecinos. Cuando la anciana perdió la movilidad en las piernas, no pudo más y pidió ir al asilo para no ver cómo su hijo se hundía.
Javier estuvo entre rejas, pero en sus cartas juraba a su madre que cambiaría, que comenzaría de nuevo. Nunca mencionaba a su esposa—Carmen ni siquiera sabía si vivía. Cada mañana rezaba para que su hijo cumpliera su palabra y fuera a verla.
El día avanzó hacia el ocaso, y nadie apareció en la puerta. Las ancianas murmuraban: «¿Habrá pasado algo? ¿Es posible que se hayan olvidado?» La esperanza se desvanecía como la nieve bajo los débiles rayos del sol invernal.
Cuando llegó la hora de acostarse, la enfermera de turno entró en la habitación de Ana y Carmen:
—Carmen, ¿tu Javier tiene un tatuaje de un ancla en el brazo?
—¡Sí! —exclamó Carmen, levantándose de la cama a pesar del dolor en sus piernas.
—Está vivo, no te preocupes. Duerme en la caseta del guarda, junto a la caldera. La ropa hecha jirones, la barba hasta el pecho. Quería verte, pero le dio vergüenza presentarse así.
—Aurora, cariño, toma este dinero, dale de comer, que se cambie —lloró Carmen, tendiéndole unos billetes arrugados.
—No hace falta —sonrió la enfermera—. Está alimentado, limpio y abrigado. Duerme como un tronco. Mañana por la mañana lo espera.
Carmen, enjugándose las lágrimas, le dio las gracias, pero la enfermera solo hizo un gesto con la mano y salió. Ana permaneció acostada, mirando al techo. Miguel no había venido. La promesa de su hijo resultó ser palabras vacías. El corazón le dolía de tristeza, pero calló, sin querer empañar la alegría de su amiga, que en ese momento parecía el único destello de luz en aquel cuarto frío y silencioso.