Cristóbal le dijo a su esposa que quería divorciarse. Ana recibió la noticia con calma, pero puso una condición.

 

Cristóbal, al volver a casa del trabajo, encontró a Ana en la cocina, donde estaba preparando la cena. Le esperaba una conversación difícil, que comenzó con estas palabras:

– Tengo que decirte algo importante.

Ana no respondió nada, pero Cristóbal notó tensión y tristeza en sus ojos.

Sin saber cómo empezar la conversación, dijo directamente que quería divorciarse.

Ana reaccionó con calma, sin mostrar ni enfado ni sorpresa, y solo hizo una pregunta:

– ¿Por qué?

Cristóbal evitó responder. En realidad, no tenía intención de explicar por qué su matrimonio estaba llegando a su fin. ¿Qué podía decir? ¿Que ya no la amaba, que hacía tiempo había perdido el interés y que ahora sentía algo por otra mujer?

Sin decir nada más, Cristóbal se fue al dormitorio. No podía soportar escuchar a Ana llorar en la cocina.

A la mañana siguiente, sintiéndose culpable, le entregó los papeles del divorcio, en los que le dejaba la casa y el coche.

Ana rompió los papeles y dijo en voz baja:

– No quiero nada de ti, – y luego volvió a llorar.

Cristóbal sentía que estaba actuando mal, pero Ana, con quien había compartido tantos años, de repente le parecía una completa desconocida.

La compadecía, pero solo pensaba en unirse cuanto antes a la otra mujer.

Esa noche, Cristóbal volvió tarde a casa, no cenó y se fue directamente a dormir. Su esposa, como siempre, estaba sentada en la mesa escribiendo algo.

A medianoche, se despertó y notó que Ana seguía sentada en su escritorio. Le daba igual lo que estuviera haciendo. Su presencia ya no le provocaba ninguna emoción.

Por la mañana, Ana le entregó algunas hojas.

– Estas son mis condiciones para el divorcio, – dijo.

– ¿Qué condiciones? – preguntó Cristóbal con desgana.

Ana explicó:

– Quiero que posterguemos la solicitud de divorcio un mes. Nuestro hijo está haciendo sus exámenes, y no quiero que se preocupe. Tenemos que mantener las apariencias de una familia.

Cristóbal aceptó.

– ¿Y cuál es la segunda condición? – preguntó.

– Cada día me llevarás en brazos desde el dormitorio hasta la puerta de la casa.

– ¿Qué tontería es esta? – protestó.

– Solo quiero que tengamos una última tradición bonita, – respondió Ana con calma.

Cristóbal no protestó.

Al día siguiente, a regañadientes, cumplió con la petición de su esposa. Le parecía una tontería, pero su hijo aplaudió con alegría, y Ana, sonriendo, apoyó la cabeza en su hombro.

Cada día esa “tradición” le resultaba menos incómoda. Cristóbal comenzó a notar en Ana las cualidades que había amado en el pasado. Veía su cansancio, su rostro envejecido pero aún hermoso.

El cuarto día, de repente pensó en todo lo que ella había hecho por su familia.

– ¿Y cómo le he agradecido yo? – pensó con amargura.

Cada día, Ana se volvía más ligera. Un día, la vio de pie frente al armario, mirando su ropa.

– Toda mi ropa me queda grande, – dijo con tristeza.

Cristóbal sintió un repentino remordimiento.

Se dio cuenta de cuánto había cambiado su esposa. Su delgadez, su tristeza, todo indicaba que era infeliz.

El último día del mes, Cristóbal tomó una decisión.

Fue a ver a la otra mujer y le dijo:

– Me quedo con mi esposa. Simplemente hemos olvidado lo importantes que somos el uno para el otro.

Al salir de la oficina, entró en una floristería, compró un hermoso ramo y escribió una nota:

– Para mí, la felicidad es llevarte en brazos hasta el final de nuestros días.

Cuando regresó a casa, Ana estaba acostada en la cama. Ya no estaba.

Más tarde, Cristóbal se enteró de que su esposa llevaba tiempo luchando contra una enfermedad. Lo había ocultado para preservar, a los ojos de su hijo, la imagen de una familia feliz.

Se sentó en una casa vacía, sintiendo un gran vacío dentro de él. Ahora entendía: el amor nunca desaparece si se cuida.

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Cristóbal le dijo a su esposa que quería divorciarse. Ana recibió la noticia con calma, pero puso una condición.