—¡Nosotros criamos a tu primera nieta, ahora te toca a ti con la pequeña! —le espeté a mi consuegra.
Mi hija, Lucía, enfrenta graves problemas de salud, y ahora, al borde de dar a luz por segunda vez, yo, Carmen López, me veo arrinconada ante una decisión desgarradora. Mi marido y yo llevamos tres años criando a nuestra nieta mayor, Sofía, porque, tras su primer parto, Lucía estuvo al borde de la muerte. Y ahora mi consuegra, Elena Montes, que prometió ayudarnos, nos da la espalda otra vez, dejándonos en la desesperación. Vivimos en un pueblo de Toledo, y esta situación me parte el alma.
Cuando nació Sofía, mi marido y yo nos la llevamos a casa apenas salió del hospital. Lucía pasó seis meses luchando por su vida entre esas paredes blancas, y no podíamos dejar a la recién nacida sin cuidado. Elena Montes juró que estaría ahí, pero en tres años su «ayuda» ha sido solo promesas vacías. Siempre tenía una excusa: el trabajo, los compromisos, los viajes. Si no hubiera sido por mi insistencia, ni siquiera habría conocido a Sofía. Le suplicaba que viniera, y solo entonces aparecía, pero fugaz, como si nos hiciera un trago amargo.
Ahora Lucía espera a su segundo hijo, y los médicos advierten: su salud podría empeorar de nuevo. Tras el primer parto, estuvo cinco meses en el hospital, y por un milagro salvamos a ambas, a ella y a Sofía. Casi me fuercen los nervios cuando llamaron desde la clínica preguntando quién recogería al bebé. Lucía ni siquiera podía amamantarla, y yo, con mis años y la tensión alta, la acogí en mi casa. Ya no somos jóvenes, y además tengo a mi hija menor, que aún no cumple los dieciocho. Pero no había opción: no podía abandonar a mi nieta.
Sofía vive con nosotros, y solo visita a sus padres los fines de semana. Así todos están más tranquilos: Lucía se recupera, y nosotros nos hacemos cargo. Pero con un recién nacido no podré. No tengo fuerzas para volver a pasar noches en vela, llantos y cólicos. Cuando Lucía nos pidió que acogiéramos al bebé, sentí que el ground se me escapaba bajo los pies. Sufro de hipertensión, y Sofía, especialmente cuando le salían los dientes, me dejaba exhausta con su llanto. En esos días llamaba a Elena, rogándole que se llevara a la niña aunque fuera de día. Venía, pero me la devolvía a las horas, como si le hubiera pedido mover el Teide.
Elena es ocho años menor que yo, pero vive como una diva. Siempe impecable, de viaje en viaje —ya en la Costa del Sol, ya en París—. No tiene pareja, ni la necesita; adora su independencia. Cuando nació Sofía, prometió ayudar, pero en tres años solo la ha tenido en su casa un par de veces, y porque yo insistí. Yo caía rendida, con la presión por las nubes, y ella me la traía quejándose: «¡Ay, qué agotada estoy!». ¡Como si yo no cargara con la niña todos los días!
Ahora, con Lucía en el tercer trimestre, los médicos temen que se repita la historia. Estoy aterrada. No podré con otro bebé, y Sofía ya demanda toda mi atención. Se lo dije claro a Elena: «Nosotros criamos a Sofía, ahora te toca a ti». Pero enseguida sacó cien excusas: sus gatos, sus muebles de diseño, que casi no está en casa, que el trabajo, los viajes… No quiere complicarse con un niño. Ni siquiera disimula que sus nietas son una carga. Y yo me pregunto, desesperada: ¿qué haremos con el bebé? ¿Lo dejaremos en un orfanato?
Mi corazón se desgarra. Lucía lucha por vivir, y yo no sé cómo salvar a esta familia. Elena vive para sí misma, ajena a nuestro dolor. Intenté convencerla de que se hiciera cargo de la bebé al menos medio año, pero me aparta como a una mosca molesta. Sofía es nuestra luz, pero no puedo volver a pasar por lo mismo. Cuando pienso en que el recién nacido podría quedarse sin amor, el llanto me ahoga. Mi consuegra juró estar ahí, pero sus palabras son humo. No sé cómo hacerla entender que esa niña es su sangre, su familia. Si no reacciona, temo que no podremos soportar este peso, y ese miedo me aplasta.







