**Diario de un hombre que aprendió el valor de la bondad en Madrid**
Pensé que solo era un viejo mendigo cojo. Le daba mi comida cada día con lo poco que tenía… Pero una mañana, todo cambió.
Esta es la historia de una joven pobre llamada Lucía y un mendigo al que todos evitaban. Lucía apenas tenía 24 años. Vendía tortillas y cocido en un pequeño puesto de madera junto a la carretera en Toledo. Su tenderete estaba hecho de tablones viejos y chapas oxidadas, bajo la sombra de un olivo centenario, donde la gente paraba a comer.
Lucía no tenía casi nada. Sus zapatillas estaban rotas y su vestido, remendado. Pero siempre sonreía. Incluso cansada, saludaba con amabilidad: *«Buenos días, señor. Que aproveche»*.
Se levantaba al alba para preparar lentejas, garbanzos y migas. Sus manos trabajaban rápido, pero su corazón pesaba. No tenía familia. Sus padres murieron cuando era niña. Vivía en una buhardilla cerca del puesto, sin luz fija ni agua caliente. Solo ella y sus sueños.
Una tarde, mientras limpiaba el mostrador, pasó su vecina Doña Carmen. *«Lucía, ¿por qué sonríes tanto si pasas hambre como nosotros?»*. Ella solo contestó: *«Porque llorar no llena la olla»*. Doña Carmen se rio y siguió su camino, pero sus palabras resonaron en Lucía. Era cierto: no tenía nada, pero compartía lo suyo.
Y no sabía que su vida estaba a punto de cambiar.
Todas las tardes, algo curioso ocurría en su puesto. Un mendigo aparecía en la esquina. Llegaba arrastrando los pies, apoyado en un bastón torcido. Sus pantalones, rotos en las rodillas. Su rostro, cubierto de polvo. La gente murmuraba: *«Mira al viejo Antonio, otra vez aquí»*. Algunos se tapaban la nariz. Otros decían que olía a vino rancio.
Pero Lucía no apartaba la mirada. Lo llamaba *Abuelo Pepe*.
Bajo el sol de justicia, el hombre se acercó una tarde a su puesto. Lucía lo miró y susurró: *«Hace dos días que no viene, Abuelo Pepe»*. Él bajó la cabeza. *«No tenía fuerzas… No como desde ayer»*. Lucía miró su mesa. Solo quedaba un plato de lentejas. Era su cena. Sin pensarlo, lo puso frente a él.
—Tome, coma —dijo.
El viejo miró el plato y luego a ella. *«¿Me das tu última comida otra vez?»*. Ella asintió. *«Ya cocinaré más tarde»*.
Sus manos temblaban al coger el tenedor. Tenía los ojos húmedos, pero no lloró. Comió despacio, en silencio. Los transeúntes los observaban. *«Lucía, ¿por qué le das de comer a ese borracho?»*, preguntó una clienta. Ella sonrió: *«Si yo estuviera en su lugar, ¿no querría que alguien me ayudara?»*.
El Abuelo Pepe venía cada día, pero nunca pedía. No alzaba la voz. No extendía la mano. Solo se sentaba en su banco habitual, cabizbajo, como si lo sostuviera el aire.
Una tarde, mientras servía lentejas con chorizo, vio al anciano arrastrarse hasta su rincón. Lucía le sirvió un plato caliente con trozos de carne. *«Abuelo Pepe, su comida está lista»*. Él alzó la vista, con los ojos cansados, y musitó: *«Tú nunca me olvidas»*.
—Aunque el mundo entero lo haga —respondió ella.
De pronto, un coche negro reluciente frenó frente al puesto. Bajó un hombre alto, de traje impecable y zapatos de charol. Lucía se apresuró a limpiarse las manos en el delantal. *«Buenas tardes, señor»*. Pero el hombre no la miró. Sus ojos estaban clavados en el mendigo.
El Abuelo Pepe dejó de masticar. El recién llegado se acercó, ladeó la cabeza como si reconociera algo, pidió un plato de comida y se fue sin decir más.
Al día siguiente, el anciano no apareció. Lucía preguntó a los vendedores ambulantes: *«¿Han visto al Abuelo Pepe?»*. Uno se encogió de hombros: *«Ese viejo… Quizá se fue a pedir a otro barrio»*.
Pasaron tres días. Lucía no podía sonreír. Servía a los clientes mecánicamente, con la mirada perdida en el banco vacío. *«¿Le habrá pasado algo?»*, susurraba por las noches, mirando desde su ventana la calle oscura. Algo no encajaba.
Al cuarto día, el mismo coche negro regresó. Un hombre con sombrero le entregó un sobre. *«Léalo. No hable con nadie»*. Dentro, un mensaje escueto: *«Hotel Ritz, 4 p.m. De un amigo»*.
A la hora indicada, Lucía se plantó frente al lujoso edificio. Un guardia la guió hasta una suite. Al abrir la puerta, vio a un hombre sentado en una silla de ruedas… pero no era el mendigo harapiento. Vestía traje de lino, reloj de oro y una sonrisa tranquila.
—Abuelo Pepe… —balbuceó.
—No me llames así —dijo él—. Soy Don Álvaro de Castillo.
Le explicó que era un empresario millonario que fingía ser pobre para encontrar almas auténticas. *«Me diste tu comida sin esperar nada. Por eso, esto es tuyo»*.
La llevó en su coche a un edificio señorial en la calle Serrano. Sobre la puerta, un letrero decía: *«Casa Lucía, Cocina con Alma»*. Dentro, un restaurante de mármol y luces cálidas. Cocinas de acero, mesas de roble. *«Es suyo»*, dijo Don Álvaro.
Lucía se desplomó llorando. *«No lo entiendo…»*.
—La bondad no se paga —respondió él—. Se multiplica.
Hoy, Lucía dirige una cadena de comedores sociales. Cada semana, su furgoneta reparte comida en Lavapiés y Vallecas. *«Nadie debería pasar hambre»*, dice a sus empleados.
Y cuando el sol se cuela por los ventanales de su oficina, mira una foto en la pared: un mendigo sonriente en un banco de madera.
Esta historia me enseñó que la generosidad, tarde o temprano, vuelve. Y a veces, con intereses.