Creo que ya no nos queda amor: Quince años juntos, sueños compartidos y el coraje de dejarlo todo cuando él dejó de quererme

Me parece que el amor se ha ido

Eres la chica más guapa de toda esta facultad le dijo él aquella vez, tendiéndole un ramillete de margaritas compradas en el mercadillo de la Plaza de Tirso de Molina.

Clara se echó a reír al recibir las flores. Las margaritas olían a verano y a algo huidizo pero correcto. Alejandro la miraba con los ojos de quien sabe exactamente lo que desea. Y él la deseaba a ella.

Su primera cita fue en el Parque del Retiro. Alejandro llevó una manta, un termo de té y bocadillos caseros que había preparado su madre. Permanecieron sentados sobre el césped hasta que anocheció. Clara recordaba su risa cómo echaba la cabeza hacia atrás, cómo rozaba su mano como por accidente, cómo la miraba, como si ella fuera la única persona que respiraba en todo Madrid.

A los tres meses fueron juntos al cine a ver una comedia francesa que Clara no entendió pero que la hizo reír a carcajadas junto a él. Medio año después la presentó a sus padres. Al año le pidió mudarse con él.

Total, siempre acabamos juntos cada noche murmuró Alejandro, enredando los dedos en su pelo. ¿Para qué pagar dos alquileres?

Clara aceptó. No por el dinero, claro. Es que estando a su lado el mundo tenía sentido.

Su pequeño piso alquilado de Lavapiés olía a cocido los domingos y a ropa recién planchada. Clara aprendió a hacer sus croquetas favoritas, como las cocinaba su suegra: con ajo y perejil. Alejandro, por las noches, leía en voz alta artículos de revistas de negocios y economía. Soñaba con tener su propia empresa. Clara lo escuchaba, la cabeza apoyada en la mano, creyendo en cada una de sus palabras.

Hacían planes: primero, ahorrar para la entrada del piso propio. Luego, un coche. Más tarde, hijos, por supuesto. Dos: niño y niña.

Nos dará tiempo a todo decía Alejandro, besándola en la coronilla.

Clara asentía. Con él sentía que nada podía dañarla.

…Quince años de vida en común se cubrieron de cosas, costumbres, rituales. Un piso en Chamberí, con ventanas al jardín de la plaza. Una hipoteca a veinte años, que iban amortizando renunciando a vacaciones y cenas elegantes. Un Seat León plateado aparcado en la calleAlejandro lo eligió, regateó con el vendedor, y después pulía el capó cada sábado.

Dejaban que el orgullo los atravesara, suave y cálido. Se lo habían ganado todo: sin el dinero de los padres, sin enchufes, sin suerte. Solo esfuerzo, ahorro y paciencia.

Ella nunca se quejaba. Ni cuando llegaba a casa tan cansada que se quedaba dormida en la línea 1 del metro y despertaba en Pinar de Chamartín. Ni cuando le daban ganas de dejarlo todo y escaparse al Mediterráneo. Eran un equipo. Así lo definía Alejandro y Clara lo creía.

Su felicidad siempre era la prioridad. Clara lo memorizó y tejió esa regla en su ADN. ¿Mal día en el trabajo? Ella preparaba la cena, servía manzanilla, escuchaba. ¿Discusión con el jefe? Le acariciaba el pelo, susurraba que todo pasaría. ¿Dudas, miedos? Hallaba las palabras adecuadas para sacarlo del fondo.

Eres mi ancla, mi refugio, mi pilar solía decirle Alejandro en esos momentos.

Clara sonreía. ¿Y no era eso la felicidad? Ser el ancla de alguien.

Hubo épocas duras. La primera, a los cinco años. La empresa donde trabajaba Alejandro quebró. Él estuvo tres meses en casa, hojeando ofertas, ensombreciéndose.

Después vino algo peor. Unos compañeros le jugaron sucio con unos papeles y no solo perdió el trabajosalió debiendo dinero. Vendieron el coche para pagar.

Clara no reprochó nada nunca. Ni un gesto. Tomó encargos extra, trabajó de noche, recortó gastos. Lo único que le inquietaba era él: ¿aguantaría? ¿Perdería la confianza?

…Alejandro salió adelante. Encontró otro trabajo, aún mejor. Compraron de nuevo el mismo coche. Todo volvió a encajar.

Un año atrás, sentados en la cocina, Clara por fin pronunció en voz alta lo que llevaba tiempo masticando:

Quizás ha llegado el momento. Ya no tengo veinte años. Si seguimos esperando…

Alejandro asintió, serio.

Empecemos a prepararnos.

Clara contuvo la respiración. Tantos años soñando, posponiendo, deseando el instante exacto. Y ahí estaba.

Lo imaginó mil veces. Dedos diminutos apretando su mano. El olor de la colonia infantil. Los primeros pasos tropezando sobre el parqué. Alejandro leyendo cuentos antes de dormir.

Un hijo. Su hijo. Al fin.

Los cambios llegaron enseguida. Clara reorganizó el menú, ajustó horarios, empezó vitaminas. Pidió cita a médicos. Dejó la carrera profesional en pausa, justo cuando iban a proponerle una subida.

¿Estás segura? preguntó la jefa, asomando los ojos tras las gafas. Estas oportunidades no se repiten.

Clara lo estaba. El ascenso exigía viajes, tardes eternas, estrés. No era el mejor contexto para un embarazo.

Prefiero irme al sucursal de Salamanca dijo.

La jefa encogió los hombros.

La sucursal estaba a quince minutos de casa. El trabajo era monótono, sin futuro, pero le permitía cerrar a las seis y olvidarse los fines de semana.

Clara se adaptó rápido. Los nuevos compañeros eran agradables, poco ambiciosos. Llevaba la comida de casa, paseaba a mediodía, conciliaba el sueño antes de la medianoche. Todo por el futuro hijo, por la familia.

El frío se coló sin aviso. Al principio Clara no prestó atención. Alejandro trabajaba mucho, llegaba exhausto. Suele pasar.

Pero dejó de preguntarle por su día. De abrazarla al acostarse. De mirarla como antes, cuando la llamaba la chica más guapa de la facultad.

La casa estaba en calma. Pero era un silencio incorrecto. Antes hablaban horas: del trabajo, de sueños, tonterías. Ahora él pasaba la noche absorto en el móvil, contestando con monosílabos. Se acostaba dándole la espalda.

Clara miraba el techo, sintiendo la grietamedio metro de colchón que los separaba.

La cercanía desapareció. Pasaron dos, tres, cuatro semanas, y Clara dejó de contar. Su marido encontraba siempre excusas:

Estoy muerto. Mañana, ¿vale?

Pero mañana nunca llegaba.

Un día, armándose de valor, le cerró el paso al baño:

¿Qué ocurre? Sé sincero.

Alejandro miró hacia el marco de la puerta, a ninguna parte.

No pasa nada.
Mentira.
Te lo imaginas. Es solo una racha. Pasará.

La esquivó, cerró la puerta. Sonó el agua.

Clara se quedó en el pasillo, la mano sobre el pecho. Le dolía, opaco, constante.

Aguantó un mes más. Luego, no pudo resistir:

¿Me quieres?

Silencio. Largo, asfixiante.

No no sé lo que siento por ti.

Clara se sentó en el sofá.

¿No sabes?

Por fin la miró a los ojos. Vacío. Torpeza. Ni rastro de aquella chispa que ardía quince años antes.

Creo que el amor ya no está. Hace tiempo. Callé, porque no quería hacerte daño.

Clara llevaba meses en ese limbo, buscando explicaciones. Quizá era el trabajo, pensaba; o la crisis de los cuarenta. O simple malhumor. Pero la realidad era sórdida, sencilla: dejó de amarla. Y calló mientras ella planeaba un futuro, renunciaba a su carrera, preparaba su cuerpo para la maternidad.

La decisión llegó sola. Se acabaron los igual cambia, hay que esperar, quizás. Basta.

Voy a solicitar el divorcio.

Alejandro se puso blanco. Clara vio su garganta tragar saliva.

Espera, no tan deprisa. Podemos intentar
¿Intentarlo?
¿Y si tenemos un hijo? Dicen que los niños unen.

Clara soltó una risa amarga, fea.

Un hijo solo lo estropearía todo. No me amas. ¿Para qué traer niños? ¿Para divorciarnos con un bebé?

Alejandro no contestó. No tenía argumentos.

Clara se fue ese mismo día. Recogió lo necesario, alquiló una habitación con una amiga. Presentó los papeles en el juzgado cuando las manos dejaron de temblarle.

El reparto iba para largo: piso, coche, quince años de vida. El abogado hablaba de tasaciones, de acuerdos, de porcentajes. Clara asentía, apuntaba, esforzándose por no pensar que ahora todo se medía en metros cuadrados y caballos fiscales.

Poco después encontró un estudio en Arganzuela. Aprendió a existir sola. Cocinaba para una. Veía series en silencio. Dormía en toda la cama.

Por las noches le dolía la nostalgia. Abrazada a la almohada recordaba las margaritas del Rastro, las mantas en el Retiro, su voz diciendo eres mi ancla.

Dolía hasta el alma. Quince años no se tiran al contenedor como ropa vieja.

Pero junto al dolor brotaba otra cosa: alivio. Certeza. Esta vez había parado a tiempo. No se ató a él con un hijo. No quedó atrapada en un matrimonio hueco solo por salvar la familia.

Treinta y dos años. Toda la vida por delante.

¿Da miedo? Muchísimo.

Pero Clara podrá con ello. No tiene otra opción.

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Creo que ya no nos queda amor: Quince años juntos, sueños compartidos y el coraje de dejarlo todo cuando él dejó de quererme