Creo que el amor se ha acabado —Eres la chica más guapa de toda esta facultad—, le dijo él aquella vez, mientras le tendía un ramo de margaritas compradas en el mercadillo del metro. Ana se echó a reír al aceptar las flores. Las margaritas olían a verano y a algo sutilmente correcto. Dimitri estaba delante de ella con la mirada de alguien que sabe exactamente lo que quiere. Y lo que quería era a ella. Su primera cita fue en el parque del Retiro. Dimitri llevó una manta, un termo de té y bocadillos caseros que había preparado su madre. Se quedaron en la hierba hasta que anocheció. Ana recordaba perfectamente cómo reía él, echando la cabeza hacia atrás; cómo rozaba su mano como si fuese un accidente; cómo la miraba—como si fuera la única persona que existía en todo Madrid. A los tres meses, la llevó al cine a ver una comedia francesa que ella no entendió, pero se rió igual con él. A los seis meses, la presentó a sus padres. Al año, le propuso irse a vivir juntos. —Si total, pasamos todas las noches juntos, ¿para qué pagar dos pisos?—, le dijo Dimitri, desenredando con los dedos su melena. Ana aceptó. No por el dinero, claro. Es que el mundo tenía sentido a su lado. Su piso de alquiler olía los domingos a cocido y a ropa recién planchada. Ana aprendió a hacer sus albóndigas favoritas—con ajo y perejil, como las hacía la madre de Dimitri. Por las noches, él leía en voz alta artículos de revistas económicas y de negocios, soñando con tener su propia empresa. Ana le escuchaba, con la cabeza apoyada en la mano, creyendo en cada una de sus palabras. Hacían planes. Primero ahorrar para la entrada de un piso. Después, piso propio. Luego, coche. Y por supuesto, hijos: uno niño, una niña. —Nos va a dar tiempo de todo—, decía Dimitri, besándole la coronilla. Ana asentía. Con él, se sentía invencible. …Quince años de vida juntos dieron lugar a rutinas, costumbres, cosas compartidas. Piso en buen barrio, con vistas a un parque. Hipoteca a veinte años, liquidándola lo antes posible, renunciando a viajes y restaurantes. Un Toyota plateado en la calle—Dimitri mismo lo había elegido, regateado, y él mismo lo dejaba reluciente cada sábado. Se sentía orgullosa. Lo habían conseguido todo juntos; sin ayuda de los padres ni enchufes, ni suerte. Solo trabajando duro, ahorrando, aguantando. Nunca se quejaba, ni cuando estaba agotada y se quedaba dormida en el Metro y despertaba en la última parada; ni cuando le daban ganas de dejarlo todo y escaparse a la playa. Eran un equipo. Así lo decía Dimitri, y Ana le creía. Su bienestar siempre era lo primordial. Ana lo aprendió tan de memoria que lo tejió en su ADN. ¿Mal día en el trabajo? Ella preparaba la cena, le servía el té, le escuchaba. ¿Discusión con su jefe? Ella le acariciaba la cabeza y le susurraba que todo iría bien. ¿Inseguridades? Siempre tenía palabras de ánimo para sacarle del bache. —Eres mi ancla, mi refugio, mi apoyo—, decía Dimitri en esos momentos. Ana sonreía. ¿No era eso la felicidad, ser el ancla de alguien? Hubo tiempos difíciles. La primera vez, a los cinco años de convivencia, la empresa de Dimitri quebró. Pasó tres meses en casa, mirando ofertas de trabajo, cada día más sombrío. La segunda, aún peor: los compañeros le traicionaron con unos papeles y no solo perdió el trabajo, sino mucho dinero. Tuvieron que vender el coche para pagar la deuda. Ana jamás le reprochó nada. Ni con palabras ni con la mirada. Cogía trabajos extra, curraba de noche, se ahorraba todo para que nada le faltara a él. Lo único que le importaba era cómo estaba él. Si aguantaría, si perdería la fe en sí mismo. …Dimitri se rehizo. Encontró trabajo, incluso mejor que el anterior. Compraron otro Toyota plateado. La vida les sonreía de nuevo. Un año atrás, en la cocina, Ana se atrevió a decir en voz alta lo que llevaba mucho tiempo rondándole la cabeza: —¿Y si…? Ya no tengo veinte años. Si seguimos retrasando… Dimitri asintió. Serio, reflexivo. —Vamos a prepararnos. Ana contuvo la respiración. Tras tantos años de soñar, de posponer… llegó ese momento. Se lo imaginó mil veces. Manos pequeñitas apretando la suya. Ese olor a talco. Los primeros pasos por el salón. Dimitri leyendo un cuento antes de dormir. Un hijo. Su hijo. Al fin. Los cambios llegaron de inmediato. Ana lo revisó todo: dieta, horario, ejercicio. Pidió cita con médicos, análisis, vitaminas. La carrera, a un lado, justo cuando le proponían un ascenso. —¿Estás segura?—, preguntó su jefa por encima de las gafas. —Solo pasa una vez en la vida. Ana estaba segura. El ascenso significaba viajes, horario imprevisible, estrés. Lo peor para un embarazo. —Prefiero ir al centro de barrio —respondió. Y la jefa se encogió de hombros. La sucursal estaba a quince minutos andando. Trabajo aburrido, rutinario, sin futuro. Pero salía a las seis y los fines de semana no pensaba en el curro. Ana se adaptó enseguida. Los compañeros eran majos, aunque poco ambiciosos. Ella llevaba comida de casa, paseaba en los descansos, se acostaba temprano. Todo por el futuro bebé, por su familia. El frío se instaló poco a poco. Al principio Ana no le dio importancia. Dimitri curraba mucho, era normal. Pero dejó de preguntarle cómo le había ido el día. De repetirle buenas noches con un abrazo. De mirarla como antes, como cuando se conocieron y la llamaba la chica más guapa de la facultad. La casa era demasiado silenciosa. Antes se pasaban las horas hablando—del trabajo, de sueños, de tonterías. Ahora él pasaba la tarde mirando el móvil, respondía con monosílabos y al acostarse le daba la espalda. Ana miraba el techo por las noches. Entre ellos, el abismo del colchón. La intimidad desapareció. Dos, tres semanas… un mes. Ana perdió la cuenta. Y siempre la misma excusa: —Agotado. Mañana, ¿vale? Y el mañana nunca llegaba. Se atrevió a preguntarle. Una noche le cortó el paso en el baño. —¿Qué nos pasa? Dímelo, por favor. Dimitri miró a otro lado, al marco de la puerta. —No pasa nada. —No es cierto. —Te rayas. Es una etapa. Ya pasará. La esquivó y se encerró en el baño, con la ducha a todo volumen. Ana se quedó en el pasillo, una mano en el pecho. Ahí le dolía. Sorda, persistentemente. Aguantó un mes más. Luego, se rindió y lo preguntó sin rodeos: —¿Me quieres? Pausa. Larga, insoportable. —Ya… no sé lo que siento por ti. Ana se sentó en el sofá. —¿No lo sabes? Dimitri al fin la miró a los ojos. En ellos, vacío. Desconcierto. Ni rastro de la llama de hace quince años. —Creo que el amor se ha apagado. Hace tiempo. Callé porque no quería hacerte daño. Ana había vivido meses en el infierno, sin saber la verdad. Analizaba cada gesto, cada palabra, buscando motivos—el trabajo, la crisis de los cuarenta, la rutina. Solo era que él había dejado de quererla. Y callaba mientras ella planeaba un futuro, renunciaba a su carrera y preparaba su cuerpo para ser madre. La decisión vino sola. No más “quizás”, ni “a ver si mejora”, ni “esperemos”. Se acabó. —Voy a pedir el divorcio. Dimitri se puso pálido. Ana vio como se movía el bulto en su garganta. —Espera. No hace falta decidir así. Podemos intentarlo… —¿Intentarlo? —Tener un niño, ¿por qué no? A veces los hijos salvan parejas… Ana soltó una carcajada amarga, fea. —Eso solo lo empeoraría todo. Ya no me quieres. ¿De qué serviría tener hijos? ¿Para luego separarnos con un bebé de por medio? Dimitri calló. No tenía nada que contestar. Ana se fue esa misma tarde. Llenó una bolsa, pidió una habitación a una amiga. El papeleo lo empezó en cuanto le dejaron de temblar las manos. El reparto prometía ser largo: piso, coche, quince años de vidas mezcladas. El abogado hablaba de tasaciones, porcentajes, acuerdos. Ana asentía, apuntaba datos, intentando no pensar que su historia se repartía en metros cuadrados y caballos de potencia. Pronto encontró un estudio para ella sola. Aprendió a vivir a solas. Cocinar para una. Ver series en silencio. Dormirse ocupando toda la cama de una vez. Por las noches la tristeza volvía. Se abrazaba a la almohada, recordando las margaritas del mercadillo, la manta del Retiro, su risa, sus manos, su voz susurrando: “Tú eres mi ancla”. Dolía más de lo que jamás habría imaginado. No se pueden tirar quince años a la basura como si fueran trastos viejos. Pero detrás de ese dolor asomaba otra cosa. Alivio. La certeza de haber hecho lo correcto. A tiempo. Parar antes de atarse a ese hombre de por vida con un hijo. No condenarse a un matrimonio vacío solo “por mantener la familia”. Treinta y dos años. Toda la vida por delante. ¿Da miedo? Un mundo. Pero saldrá adelante. No le queda otra.

Me parece que el amor se fue

Eres la muchacha más guapa de toda la facultad dijo entonces él, ofreciéndole un ramo de margaritas traídas del mercadillo cerca de la estación de Atocha.

Lucía se echó a reír al aceptar las flores. Las margaritas olían a verano y a algo tristemente certero. Alejandro la miraba con esa expresión de quien tiene los pies en la tierra y sabe bien lo que quiere. Y lo que quería era a ella.

Su primera cita fue en el Retiro. Alejandro llegó cargado con una manta, un termo lleno de té y bocadillos hechos por su madre. Se sentaron sobre la hierba hasta que la luz de las farolas empezó a colarse entre los plátanos. Lucía recordaba su risa, echando la cabeza hacia atrás. Cómo rozaba su mano como por casualidad, cómo la miraba, como si fuera la única persona de todo Madrid.

A los tres meses, él la llevó al cine a ver una comedia francesa que ella apenas entendió, pero con la que se rió como una niña junto a él. A los seis, la presentó a sus padres. Al año, le propuso convivir juntos.

Total, ya dormimos todas las noches el uno al lado del otro le dijo Alejandro, enredando sus dedos en el cabello de ella. ¿Para qué pagar por dos pisos?

Lucía aceptó, por supuesto. No por el dinero. Es que a su lado, el mundo cobraba sentido.

Aquel piso de alquiler, de apenas una habitación, olía a cocido los domingos y a sábanas recién planchadas. Lucía aprendió a preparar las albóndigas favoritas de Alejandro, con ajo y perejil, tal como las hacía su suegra. Él leía en voz alta artículos de economía y negocios al atardecer; soñaba con montar algo propio. Lucía le escuchaba apoyada en la mano, creyendo con fuerza en cada una de sus palabras.

Trazaban planes: ahorrar para la entrada; después, su propio piso; luego, un coche. Más tarde, hijos, por supuesto. Dos. Un niño y una niña.

Nos va a dar tiempo a todo decía Alejandro, besándole la coronilla.

Lucía asentía siempre. Junto a él, era invulnerable.

…Quince años juntos dieron para muchas cosas, costumbres, y rutinas. Terminaron por comprar un piso en Chamberí, con vistas a los árboles del bulevar. Una hipoteca a veinte años, que pagaban antes de tiempo a base de renunciar a viajes y restaurantes. Un Toyota plateado en el garaje; Alejandro lo eligió, regateó con el vendedor, y todos los sábados lo abrillantaba con esmero.

Se sentían orgullosos; lo suyo había sido esfuerzo puro. Sin ayuda de los padres, sin enchufes, ni golpes de suerte. Solo trabajo, ahorro, paciencia.

Lucía no se quejaba nunca. Ni siquiera cuando el cansancio la dejaba dormida en el Cercanías y tenía que despertarse en la última parada. Ni cuando sentía ganas de dejarlo todo para escaparse al Mediterráneo. Ellos eran un equipo. O eso decía Alejandro, y Lucía lo creía.

El bienestar de él siempre fue lo primero. Lucía aprendió esa regla hasta hacerla suya, cosiéndola en su propio ADN. Si él tenía un mal día en el trabajo, ella le cocinaba la cena, le servía una taza de té, le escuchaba. Si discutía con su jefe, le acariciaba la cabeza y le susurraba que ya pasaría. Si dudaba de sí mismo, ella encontraba las palabras necesarias y lo sacaba adelante.

Eres mi ancla y mi refugio decía Alejandro entonces.

Lucía sonreía. ¿Puede acaso una sentirse pero siendo el ancla de alguien?

Hubo épocas duras. La primera vez fue a los cinco años de convivencia. La empresa donde trabajaba Alejandro quebró. Estuvo tres meses en casa, repasando ofertas de trabajo con más sombras que esperanzas.

La segunda vez fue aún peor. Unos compañeros le hicieron una jugada con unos papeles y no solo perdió el empleo: se quedó con una deuda considerable. Tuvieron que vender el coche para cubrirla.

Lucía no le reprochó nunca, ni una palabra ni una mirada. Cogió proyectos extra, se desvelaba trabajando, ahorraba en sí misma. Solo le importaba una cosa: cómo estaba él. Que no se rompiera, que no perdiera su fe.

Alejandro salió adelante. Encontró otro trabajo, incluso mejor que el anterior. Compraron otro Toyota igual de plateado. La vida se recompuso.

Un año atrás, sentados en la cocina a la luz del flexo, Lucía se atrevió por fin a decir lo que llevaba demasiado tiempo guardando:

¿Y si es ya el momento? preguntó en voz queda. Ya tengo edad, si lo seguimos aplazando…

Alejandro asintió con seriedad, pensándolo bien.

Vamos a prepararnos.

Lucía contuvo la respiración. Tantos años soñando, posponiendo, esperando la ocasión adecuada. Y de pronto, era su presente.

Lo había imaginado mil y una veces: deditos aferrando los suyos, el olor de polvos de talco, primeros pasos por el salón, Alejandro leyéndole cuentos antes de dormir.

Un hijo. Por fin.

Todo cambió enseguida. Lucía revisó la alimentación, los hábitos, redujo el estrés. Se apuntó a médicos, se hizo pruebas, empezó con vitaminas. La carrera quedó en segundo plano, aunque justamente ahora le ofrecían una promoción.

¿De verdad? preguntó su jefa, mirándola por encima de las gafas. Oportunidades así pasan una sola vez.

Lucía lo tenía claro. El ascenso significaba viajes, horario cambiante, presión. No era lo mejor para un embarazo.

Prefiero cambiarme a la sucursal respondió.

La jefa hizo un gesto de resignación.

La sucursal estaba a quince minutos de casa. Un trabajo monótono, sin futuro, pero podía salir a las seis en punto y olvidarse de él hasta el lunes.

Se adaptó rápido. Los nuevos compañeros eran agradables, aunque poco ambiciosos. Preparaba la comida en casa, paseaba en el descanso, dormía antes de medianoche. Todo por el bebé, por su familia.

El frío llegó a traición. Lucía no le dio importancia al principio; Alejandro trabajaba mucho, iría cansado.

Pero dejó de preguntarle por su día. De abrazarla al acostarse. De mirarla como antes, cuando la llamaba la más guapa de la facultad.

En casa se instaló un silencio impropio. Antes hablaban durante horas, de casi todo: trabajo, sueños, tonterías. Ahora, Alejandro pasaba los ratos libres mirando el móvil. Respondía con monosílabos. Se acostaba dándole la espalda.

Lucía yacía a su lado, mirando al techo. Entre ambos, el abismo de medio metro de colchón.

La intimidad se desvaneció. Dos semanas, tres, un mes. Lucía perdió la cuenta. Él siempre encontraba excusas:

Estoy rendido. Mañana, ¿vale?

Y el mañana nunca llegaba.

Se lo preguntó de frente. Una noche, armándose de valor, le cortó el paso al baño.

Dime la verdad, ¿qué ocurre?

Alejandro evitaba su mirada, fija en el marco de la puerta.

Nada, todo bien.
No es verdad.
Te haces ideas. Solo es una racha. Pasará.

Él la rodeó, cerrándose en el baño. El agua empezó a correr.

Lucía se quedó de pie en el pasillo, con la mano en el pecho. Ahí dolía. Un dolor sordo, constante.

Le aguantó un mes más. Después no pudo más. Le preguntó, clara:

¿Tú me quieres?

Silencio. Un silencio largo, terrible.

No sé lo que siento por ti.

Lucía se sentó en el sofá.

¿No lo sabes?

Por fin Alejandro la miró a los ojos. Solo vio vacío. Confusión. Ni rastro del fuego de quince años atrás.

Creo que el amor se ha ido. Hace mucho. No te lo dije para no hacerte daño.

Lucía había pasado meses en un infierno, buscando explicaciones. ¿Problemas en el trabajo? ¿Crisis de los cuarenta? ¿Mal humor crónico? Pero era mucho más simple: él había dejado de quererla. Mientras ella planeaba el futuro, renunciaba a la carrera y preparaba su cuerpo para ser madre, él callaba.

La decisión surgió como un relámpago. Basta de quizá, de igual se arregla, de paciencia. Ya era suficiente.

Voy a pedir el divorcio.

Alejandro se quedó blanco. Lucía vio cómo le temblaba la nuez.

Espera, no te precipites Podemos intentarlo
¿Intentarlo?
¿Y si tenemos un hijo? Dicen que los niños unen mucho.

Lucía se echó a reír, amarga, rota.

No haría más que empeorarlo. No me quieres. ¿Para qué un hijo? ¿Para divorciarnos con un bebé en brazos?

Alejandro se quedó callado. No pudo replicar.

Lucía se marchó ese día. Metió lo esencial en una maleta, alquiló una habitación en casa de una amiga. Pidió el divorcio una semana más tarde, cuando logró que las manos no le temblaran.

El reparto de bienes prometía ser largo. Piso, coche, quince años de compras y decisiones compartidas. El abogado hablaba de valoraciones, de porcentajes, de acuerdos. Lucía asentía, anotaba, luchando por no pensar que su historia de amor se traducía ahora en metros cuadrados y caballos de potencia.

Poco después encontró un estudio para ella sola. Aprendió a vivir por su cuenta. A cocinar solo una ración. A ver series sin comentarios ajenos. A dormir atravesada en la cama.

Por la noche, el dolor azotaba fuerte. Se acurrucaba en la almohada y recordaba. Las margaritas del Rastro. Las mantas en El Retiro. Su risa, sus manos, la voz diciéndole eres mi ancla.

El dolor era insoportable. No se tiran quince años del corazón como ropa vieja al contenedor.

Pero tras el dolor asomaba otra cosa. Alivio. Certeza. Había reaccionado a tiempo, antes de atarse a una persona por un hijo. Antes de quedar atrapada en un matrimonio vacío, sacrificando años por mantener una fachada.

Treinta y dos años. Toda la vida por delante.

¿Miedo? Muchísimo.

Pero saldría adelante. No le quedaba otra.

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MagistrUm
Creo que el amor se ha acabado —Eres la chica más guapa de toda esta facultad—, le dijo él aquella vez, mientras le tendía un ramo de margaritas compradas en el mercadillo del metro. Ana se echó a reír al aceptar las flores. Las margaritas olían a verano y a algo sutilmente correcto. Dimitri estaba delante de ella con la mirada de alguien que sabe exactamente lo que quiere. Y lo que quería era a ella. Su primera cita fue en el parque del Retiro. Dimitri llevó una manta, un termo de té y bocadillos caseros que había preparado su madre. Se quedaron en la hierba hasta que anocheció. Ana recordaba perfectamente cómo reía él, echando la cabeza hacia atrás; cómo rozaba su mano como si fuese un accidente; cómo la miraba—como si fuera la única persona que existía en todo Madrid. A los tres meses, la llevó al cine a ver una comedia francesa que ella no entendió, pero se rió igual con él. A los seis meses, la presentó a sus padres. Al año, le propuso irse a vivir juntos. —Si total, pasamos todas las noches juntos, ¿para qué pagar dos pisos?—, le dijo Dimitri, desenredando con los dedos su melena. Ana aceptó. No por el dinero, claro. Es que el mundo tenía sentido a su lado. Su piso de alquiler olía los domingos a cocido y a ropa recién planchada. Ana aprendió a hacer sus albóndigas favoritas—con ajo y perejil, como las hacía la madre de Dimitri. Por las noches, él leía en voz alta artículos de revistas económicas y de negocios, soñando con tener su propia empresa. Ana le escuchaba, con la cabeza apoyada en la mano, creyendo en cada una de sus palabras. Hacían planes. Primero ahorrar para la entrada de un piso. Después, piso propio. Luego, coche. Y por supuesto, hijos: uno niño, una niña. —Nos va a dar tiempo de todo—, decía Dimitri, besándole la coronilla. Ana asentía. Con él, se sentía invencible. …Quince años de vida juntos dieron lugar a rutinas, costumbres, cosas compartidas. Piso en buen barrio, con vistas a un parque. Hipoteca a veinte años, liquidándola lo antes posible, renunciando a viajes y restaurantes. Un Toyota plateado en la calle—Dimitri mismo lo había elegido, regateado, y él mismo lo dejaba reluciente cada sábado. Se sentía orgullosa. Lo habían conseguido todo juntos; sin ayuda de los padres ni enchufes, ni suerte. Solo trabajando duro, ahorrando, aguantando. Nunca se quejaba, ni cuando estaba agotada y se quedaba dormida en el Metro y despertaba en la última parada; ni cuando le daban ganas de dejarlo todo y escaparse a la playa. Eran un equipo. Así lo decía Dimitri, y Ana le creía. Su bienestar siempre era lo primordial. Ana lo aprendió tan de memoria que lo tejió en su ADN. ¿Mal día en el trabajo? Ella preparaba la cena, le servía el té, le escuchaba. ¿Discusión con su jefe? Ella le acariciaba la cabeza y le susurraba que todo iría bien. ¿Inseguridades? Siempre tenía palabras de ánimo para sacarle del bache. —Eres mi ancla, mi refugio, mi apoyo—, decía Dimitri en esos momentos. Ana sonreía. ¿No era eso la felicidad, ser el ancla de alguien? Hubo tiempos difíciles. La primera vez, a los cinco años de convivencia, la empresa de Dimitri quebró. Pasó tres meses en casa, mirando ofertas de trabajo, cada día más sombrío. La segunda, aún peor: los compañeros le traicionaron con unos papeles y no solo perdió el trabajo, sino mucho dinero. Tuvieron que vender el coche para pagar la deuda. Ana jamás le reprochó nada. Ni con palabras ni con la mirada. Cogía trabajos extra, curraba de noche, se ahorraba todo para que nada le faltara a él. Lo único que le importaba era cómo estaba él. Si aguantaría, si perdería la fe en sí mismo. …Dimitri se rehizo. Encontró trabajo, incluso mejor que el anterior. Compraron otro Toyota plateado. La vida les sonreía de nuevo. Un año atrás, en la cocina, Ana se atrevió a decir en voz alta lo que llevaba mucho tiempo rondándole la cabeza: —¿Y si…? Ya no tengo veinte años. Si seguimos retrasando… Dimitri asintió. Serio, reflexivo. —Vamos a prepararnos. Ana contuvo la respiración. Tras tantos años de soñar, de posponer… llegó ese momento. Se lo imaginó mil veces. Manos pequeñitas apretando la suya. Ese olor a talco. Los primeros pasos por el salón. Dimitri leyendo un cuento antes de dormir. Un hijo. Su hijo. Al fin. Los cambios llegaron de inmediato. Ana lo revisó todo: dieta, horario, ejercicio. Pidió cita con médicos, análisis, vitaminas. La carrera, a un lado, justo cuando le proponían un ascenso. —¿Estás segura?—, preguntó su jefa por encima de las gafas. —Solo pasa una vez en la vida. Ana estaba segura. El ascenso significaba viajes, horario imprevisible, estrés. Lo peor para un embarazo. —Prefiero ir al centro de barrio —respondió. Y la jefa se encogió de hombros. La sucursal estaba a quince minutos andando. Trabajo aburrido, rutinario, sin futuro. Pero salía a las seis y los fines de semana no pensaba en el curro. Ana se adaptó enseguida. Los compañeros eran majos, aunque poco ambiciosos. Ella llevaba comida de casa, paseaba en los descansos, se acostaba temprano. Todo por el futuro bebé, por su familia. El frío se instaló poco a poco. Al principio Ana no le dio importancia. Dimitri curraba mucho, era normal. Pero dejó de preguntarle cómo le había ido el día. De repetirle buenas noches con un abrazo. De mirarla como antes, como cuando se conocieron y la llamaba la chica más guapa de la facultad. La casa era demasiado silenciosa. Antes se pasaban las horas hablando—del trabajo, de sueños, de tonterías. Ahora él pasaba la tarde mirando el móvil, respondía con monosílabos y al acostarse le daba la espalda. Ana miraba el techo por las noches. Entre ellos, el abismo del colchón. La intimidad desapareció. Dos, tres semanas… un mes. Ana perdió la cuenta. Y siempre la misma excusa: —Agotado. Mañana, ¿vale? Y el mañana nunca llegaba. Se atrevió a preguntarle. Una noche le cortó el paso en el baño. —¿Qué nos pasa? Dímelo, por favor. Dimitri miró a otro lado, al marco de la puerta. —No pasa nada. —No es cierto. —Te rayas. Es una etapa. Ya pasará. La esquivó y se encerró en el baño, con la ducha a todo volumen. Ana se quedó en el pasillo, una mano en el pecho. Ahí le dolía. Sorda, persistentemente. Aguantó un mes más. Luego, se rindió y lo preguntó sin rodeos: —¿Me quieres? Pausa. Larga, insoportable. —Ya… no sé lo que siento por ti. Ana se sentó en el sofá. —¿No lo sabes? Dimitri al fin la miró a los ojos. En ellos, vacío. Desconcierto. Ni rastro de la llama de hace quince años. —Creo que el amor se ha apagado. Hace tiempo. Callé porque no quería hacerte daño. Ana había vivido meses en el infierno, sin saber la verdad. Analizaba cada gesto, cada palabra, buscando motivos—el trabajo, la crisis de los cuarenta, la rutina. Solo era que él había dejado de quererla. Y callaba mientras ella planeaba un futuro, renunciaba a su carrera y preparaba su cuerpo para ser madre. La decisión vino sola. No más “quizás”, ni “a ver si mejora”, ni “esperemos”. Se acabó. —Voy a pedir el divorcio. Dimitri se puso pálido. Ana vio como se movía el bulto en su garganta. —Espera. No hace falta decidir así. Podemos intentarlo… —¿Intentarlo? —Tener un niño, ¿por qué no? A veces los hijos salvan parejas… Ana soltó una carcajada amarga, fea. —Eso solo lo empeoraría todo. Ya no me quieres. ¿De qué serviría tener hijos? ¿Para luego separarnos con un bebé de por medio? Dimitri calló. No tenía nada que contestar. Ana se fue esa misma tarde. Llenó una bolsa, pidió una habitación a una amiga. El papeleo lo empezó en cuanto le dejaron de temblar las manos. El reparto prometía ser largo: piso, coche, quince años de vidas mezcladas. El abogado hablaba de tasaciones, porcentajes, acuerdos. Ana asentía, apuntaba datos, intentando no pensar que su historia se repartía en metros cuadrados y caballos de potencia. Pronto encontró un estudio para ella sola. Aprendió a vivir a solas. Cocinar para una. Ver series en silencio. Dormirse ocupando toda la cama de una vez. Por las noches la tristeza volvía. Se abrazaba a la almohada, recordando las margaritas del mercadillo, la manta del Retiro, su risa, sus manos, su voz susurrando: “Tú eres mi ancla”. Dolía más de lo que jamás habría imaginado. No se pueden tirar quince años a la basura como si fueran trastos viejos. Pero detrás de ese dolor asomaba otra cosa. Alivio. La certeza de haber hecho lo correcto. A tiempo. Parar antes de atarse a ese hombre de por vida con un hijo. No condenarse a un matrimonio vacío solo “por mantener la familia”. Treinta y dos años. Toda la vida por delante. ¿Da miedo? Un mundo. Pero saldrá adelante. No le queda otra.