Me parece que el amor se fue
Eres la muchacha más guapa de toda la facultad dijo entonces él, ofreciéndole un ramo de margaritas traídas del mercadillo cerca de la estación de Atocha.
Lucía se echó a reír al aceptar las flores. Las margaritas olían a verano y a algo tristemente certero. Alejandro la miraba con esa expresión de quien tiene los pies en la tierra y sabe bien lo que quiere. Y lo que quería era a ella.
Su primera cita fue en el Retiro. Alejandro llegó cargado con una manta, un termo lleno de té y bocadillos hechos por su madre. Se sentaron sobre la hierba hasta que la luz de las farolas empezó a colarse entre los plátanos. Lucía recordaba su risa, echando la cabeza hacia atrás. Cómo rozaba su mano como por casualidad, cómo la miraba, como si fuera la única persona de todo Madrid.
A los tres meses, él la llevó al cine a ver una comedia francesa que ella apenas entendió, pero con la que se rió como una niña junto a él. A los seis, la presentó a sus padres. Al año, le propuso convivir juntos.
Total, ya dormimos todas las noches el uno al lado del otro le dijo Alejandro, enredando sus dedos en el cabello de ella. ¿Para qué pagar por dos pisos?
Lucía aceptó, por supuesto. No por el dinero. Es que a su lado, el mundo cobraba sentido.
Aquel piso de alquiler, de apenas una habitación, olía a cocido los domingos y a sábanas recién planchadas. Lucía aprendió a preparar las albóndigas favoritas de Alejandro, con ajo y perejil, tal como las hacía su suegra. Él leía en voz alta artículos de economía y negocios al atardecer; soñaba con montar algo propio. Lucía le escuchaba apoyada en la mano, creyendo con fuerza en cada una de sus palabras.
Trazaban planes: ahorrar para la entrada; después, su propio piso; luego, un coche. Más tarde, hijos, por supuesto. Dos. Un niño y una niña.
Nos va a dar tiempo a todo decía Alejandro, besándole la coronilla.
Lucía asentía siempre. Junto a él, era invulnerable.
…Quince años juntos dieron para muchas cosas, costumbres, y rutinas. Terminaron por comprar un piso en Chamberí, con vistas a los árboles del bulevar. Una hipoteca a veinte años, que pagaban antes de tiempo a base de renunciar a viajes y restaurantes. Un Toyota plateado en el garaje; Alejandro lo eligió, regateó con el vendedor, y todos los sábados lo abrillantaba con esmero.
Se sentían orgullosos; lo suyo había sido esfuerzo puro. Sin ayuda de los padres, sin enchufes, ni golpes de suerte. Solo trabajo, ahorro, paciencia.
Lucía no se quejaba nunca. Ni siquiera cuando el cansancio la dejaba dormida en el Cercanías y tenía que despertarse en la última parada. Ni cuando sentía ganas de dejarlo todo para escaparse al Mediterráneo. Ellos eran un equipo. O eso decía Alejandro, y Lucía lo creía.
El bienestar de él siempre fue lo primero. Lucía aprendió esa regla hasta hacerla suya, cosiéndola en su propio ADN. Si él tenía un mal día en el trabajo, ella le cocinaba la cena, le servía una taza de té, le escuchaba. Si discutía con su jefe, le acariciaba la cabeza y le susurraba que ya pasaría. Si dudaba de sí mismo, ella encontraba las palabras necesarias y lo sacaba adelante.
Eres mi ancla y mi refugio decía Alejandro entonces.
Lucía sonreía. ¿Puede acaso una sentirse pero siendo el ancla de alguien?
Hubo épocas duras. La primera vez fue a los cinco años de convivencia. La empresa donde trabajaba Alejandro quebró. Estuvo tres meses en casa, repasando ofertas de trabajo con más sombras que esperanzas.
La segunda vez fue aún peor. Unos compañeros le hicieron una jugada con unos papeles y no solo perdió el empleo: se quedó con una deuda considerable. Tuvieron que vender el coche para cubrirla.
Lucía no le reprochó nunca, ni una palabra ni una mirada. Cogió proyectos extra, se desvelaba trabajando, ahorraba en sí misma. Solo le importaba una cosa: cómo estaba él. Que no se rompiera, que no perdiera su fe.
Alejandro salió adelante. Encontró otro trabajo, incluso mejor que el anterior. Compraron otro Toyota igual de plateado. La vida se recompuso.
Un año atrás, sentados en la cocina a la luz del flexo, Lucía se atrevió por fin a decir lo que llevaba demasiado tiempo guardando:
¿Y si es ya el momento? preguntó en voz queda. Ya tengo edad, si lo seguimos aplazando…
Alejandro asintió con seriedad, pensándolo bien.
Vamos a prepararnos.
Lucía contuvo la respiración. Tantos años soñando, posponiendo, esperando la ocasión adecuada. Y de pronto, era su presente.
Lo había imaginado mil y una veces: deditos aferrando los suyos, el olor de polvos de talco, primeros pasos por el salón, Alejandro leyéndole cuentos antes de dormir.
Un hijo. Por fin.
Todo cambió enseguida. Lucía revisó la alimentación, los hábitos, redujo el estrés. Se apuntó a médicos, se hizo pruebas, empezó con vitaminas. La carrera quedó en segundo plano, aunque justamente ahora le ofrecían una promoción.
¿De verdad? preguntó su jefa, mirándola por encima de las gafas. Oportunidades así pasan una sola vez.
Lucía lo tenía claro. El ascenso significaba viajes, horario cambiante, presión. No era lo mejor para un embarazo.
Prefiero cambiarme a la sucursal respondió.
La jefa hizo un gesto de resignación.
La sucursal estaba a quince minutos de casa. Un trabajo monótono, sin futuro, pero podía salir a las seis en punto y olvidarse de él hasta el lunes.
Se adaptó rápido. Los nuevos compañeros eran agradables, aunque poco ambiciosos. Preparaba la comida en casa, paseaba en el descanso, dormía antes de medianoche. Todo por el bebé, por su familia.
El frío llegó a traición. Lucía no le dio importancia al principio; Alejandro trabajaba mucho, iría cansado.
Pero dejó de preguntarle por su día. De abrazarla al acostarse. De mirarla como antes, cuando la llamaba la más guapa de la facultad.
En casa se instaló un silencio impropio. Antes hablaban durante horas, de casi todo: trabajo, sueños, tonterías. Ahora, Alejandro pasaba los ratos libres mirando el móvil. Respondía con monosílabos. Se acostaba dándole la espalda.
Lucía yacía a su lado, mirando al techo. Entre ambos, el abismo de medio metro de colchón.
La intimidad se desvaneció. Dos semanas, tres, un mes. Lucía perdió la cuenta. Él siempre encontraba excusas:
Estoy rendido. Mañana, ¿vale?
Y el mañana nunca llegaba.
Se lo preguntó de frente. Una noche, armándose de valor, le cortó el paso al baño.
Dime la verdad, ¿qué ocurre?
Alejandro evitaba su mirada, fija en el marco de la puerta.
Nada, todo bien.
No es verdad.
Te haces ideas. Solo es una racha. Pasará.
Él la rodeó, cerrándose en el baño. El agua empezó a correr.
Lucía se quedó de pie en el pasillo, con la mano en el pecho. Ahí dolía. Un dolor sordo, constante.
Le aguantó un mes más. Después no pudo más. Le preguntó, clara:
¿Tú me quieres?
Silencio. Un silencio largo, terrible.
No sé lo que siento por ti.
Lucía se sentó en el sofá.
¿No lo sabes?
Por fin Alejandro la miró a los ojos. Solo vio vacío. Confusión. Ni rastro del fuego de quince años atrás.
Creo que el amor se ha ido. Hace mucho. No te lo dije para no hacerte daño.
Lucía había pasado meses en un infierno, buscando explicaciones. ¿Problemas en el trabajo? ¿Crisis de los cuarenta? ¿Mal humor crónico? Pero era mucho más simple: él había dejado de quererla. Mientras ella planeaba el futuro, renunciaba a la carrera y preparaba su cuerpo para ser madre, él callaba.
La decisión surgió como un relámpago. Basta de quizá, de igual se arregla, de paciencia. Ya era suficiente.
Voy a pedir el divorcio.
Alejandro se quedó blanco. Lucía vio cómo le temblaba la nuez.
Espera, no te precipites Podemos intentarlo
¿Intentarlo?
¿Y si tenemos un hijo? Dicen que los niños unen mucho.
Lucía se echó a reír, amarga, rota.
No haría más que empeorarlo. No me quieres. ¿Para qué un hijo? ¿Para divorciarnos con un bebé en brazos?
Alejandro se quedó callado. No pudo replicar.
Lucía se marchó ese día. Metió lo esencial en una maleta, alquiló una habitación en casa de una amiga. Pidió el divorcio una semana más tarde, cuando logró que las manos no le temblaran.
El reparto de bienes prometía ser largo. Piso, coche, quince años de compras y decisiones compartidas. El abogado hablaba de valoraciones, de porcentajes, de acuerdos. Lucía asentía, anotaba, luchando por no pensar que su historia de amor se traducía ahora en metros cuadrados y caballos de potencia.
Poco después encontró un estudio para ella sola. Aprendió a vivir por su cuenta. A cocinar solo una ración. A ver series sin comentarios ajenos. A dormir atravesada en la cama.
Por la noche, el dolor azotaba fuerte. Se acurrucaba en la almohada y recordaba. Las margaritas del Rastro. Las mantas en El Retiro. Su risa, sus manos, la voz diciéndole eres mi ancla.
El dolor era insoportable. No se tiran quince años del corazón como ropa vieja al contenedor.
Pero tras el dolor asomaba otra cosa. Alivio. Certeza. Había reaccionado a tiempo, antes de atarse a una persona por un hijo. Antes de quedar atrapada en un matrimonio vacío, sacrificando años por mantener una fachada.
Treinta y dos años. Toda la vida por delante.
¿Miedo? Muchísimo.
Pero saldría adelante. No le quedaba otra.







