«Pensamos que la abuela nos ayudaría con los nietos, pero destruyó nuestro hogar»
Esta historia me la contó una amiga cercana. Su familia era un matrimonio joven con dos hijos pequeños: una niña de cinco años y un niño de año y medio. Como muchos, seguían el guion habitual: la madre, de baja maternal; el padre, trabajando. Vivían con humildad, pero eran felices.
Hasta que las finanzas comenzaron a resquebrajarse.
Cuando el pequeño cumplió los dieciocho meses, mi amiga, Lucía, decidió volver al trabajo. Su marido, Álvaro, se esforzaba, pero su sueldo apenas cubría lo básico. Una niñera era impensable —demasiado cara—. La única opción parecía la abuela, la madre de Álvaro. No puso pegas al principio. Todos creyeron que disfrutaría cuidando de los nietos mientras Lucía ayudaba económicamente.
Lucía había sido educada en el respeto a los mayores, y ni se le pasó por la cabeza dudar de ella. Al fin y al cabo, había criado a Álvaro como un hombre cabal.
Pero todo salió mal.
A las semanas, la abuela empezó a quejarse: los niños eran maleducados, consentidos, desobedecían, armaban jaleo y apenas comían. Cada día llamaba a Lucía para lamentarse.
—Necesitan mano dura, los has malcriado —reprendía la suegra—. Yo no soy una niñera. Tengo mis cosas y mi salud. No estoy obligada a cuidarlos a diario.
El colmo fue cuando exigió un «día libre en mitad de la semana». Lucía se quedó helada: ellos trabajaban sin falta, ¿y ahora la abuela necesitaba descansar? ¿Quién cuidaba de los niños? A nadie parecía importarle.
Las críticas no se limitaban a los nietos. Impuso sus normas en la casa: las toallas mal colgadas, las sábanas desarregladas, las cazuelas en el sitio equivocado. Hasta se puso a doblar su ropa, diciendo que en su casa, las cosas se hacían a su manera. Al principio, Lucía y Álvaro aguantaron, pero su paciencia tenía límites.
Cuando por fin aceptaron a la mayor en la guardería, Lucía respiró aliviada. Solo quedaba el pequeño, que no entraría hasta el año siguiente. Pero ya estaba decidido: la abuela no volvería a cuidarlos. Lucía redujo el contacto a llamadas cada quince días, y las visitas, a una vez al mes, sin entusiasmo de ninguna parte.
Sí, la abuela ayudó en un momento difícil, pero los reproches, la presión y su afán por «corregir» a todos rompieron el poco entendimiento que quedaba. Lucía me confesó que no quería que sus hijos crecieran bajo ese yugo. Ella misma había crecido sin sermones y creía que los niños necesitan cariño, no gritos ni enfados.
Desde fuera, quizá parezca una nuera desagradecida. Pero cuando te reprochan cada detalle, cuando en lugar de ayudar empeoran las cosas, solo quieres huir. Y no volver.
A veces pienso que los abuelos olvidan que los nietos no son sus hijos. No están obligados a criarlos de cero, día tras día. Están para el cariño, para el consejo sabio, para los mimos. No para educar como en los ochenta, a gritos y regaños.
Lucía optó por apañárselas sola, aunque fuera difícil, antes que dejar entrar de nuevo a quien arruinaba todo con su presencia. Y la entiendo.
¿Vosotros qué opináis? ¿Deben los abuelos ayudar a diario, o es solo cuestión de buena voluntad, sin obligación alguna?