He sentido hoy el peso de mi error como esposo. Mientras pagaba la compra, Rocío González contaba las monedas y yo me quedé al margen. Cuando empezó a meter las cosas en bolsas, directamente salí a la calle. Ella me alcanzó donde fumaba.
—Lorenzo, coge las bolsas—pidió, ofreciéndome dos grandes repletas de cosas.
La miré como si me pidiesen un favor indigno—¿Y tú qué? ¿Tampoco puedes?—respondí casi ofendido.
Rocío se quedó desconcertada. ¿Qué clase de respuesta era esa? Ningún hombre bien nacido deja a su mujer cargada mientras él camina como un pavo real. Noté las arrugas de esfuerzo en su frente al añadir—Son pesadas, Lorenzo.
—¿Y?—contesté con tozudez, adivinando su enfado pero manteniéndome firme. Apuré el paso por la calle de Serrano, dejándola atrás adrede. “¿Qué significa esto de ‘coge las bolsas’? ¿Soy su criado? ¡Su lacayo? Yo decido si cargo algo o no, ¡coño! Que lo haga ella, no le pasará nada”. Hoy tocaba marcar territorio, enseñarle límites.
—¡Lorenzo! ¿A dónde vas? ¡Coge las bolsas!—gritó tras de mí, al borde del llanto.
Sabía que pesaban un quintal; fui yo quien llenó el carrito en el Carrefour. Faltaban cinco minutos a nuestro piso en Chamberí, pero cinco minutos con peso son un Calvario.
La vi desde la esquina, luchando con las bolsas, ilusionándose quizá con que volvería por ella. Pero no. Avanzaba torpe y agobiada hasta que se desplomó en el banco del portal, humillándose al contener las lágrimas—En la calle no se llora—debía pensar.
—Hola, Rocíín—la voz de Abuela Carmen, nuestra vecina del segundo, la sacó del ensimismamiento.
—Hola, Abuela—susurró Rocío. Carmen Álvarez, amiga de su difunta abuela, era nuestra segunda abuela manchega. Siempre ayudó a Rocío; sin padres presentes, esa mujer era su único arraigo.
Rocío decidió regalarle la compra entera sin dudar. La pensión de Carmen era escueta. Yo mismo había elegido sus favoritos: mejillones en escabeche, filetes de merluza, peras en almíbar… Al verlo, Carmen se emocionó tanto que a Rocío le dio vergüenza por lo poco que la agasajaba.
Subió con la anciana y al volver, yo salía de la cocina mascando chorizo.
—¿Y las bolsas?—pregunté como si nada.
—¿Cuáles? —respondió imitando mi tono— ¿Las que me ayudaste a subir?
—Vaya, ¿te has picado?—intenté bromear.
—No—dijo con calma glacial—. Simplemente he sacado conclusiones.
Me tensé. Esperaba gritos, no esa paz temible. —¿Qué conclusiones, Rocío?
—Que no tengo marido—suspiró—. Yo creí casarme, pero resulta que me casé con un cretino.
—¿Cómo? —me indigné farsantemente.
—Pues claro—me clavó los ojos—. Quiero un hombre para mi marido. Y tú, al parecer, quieres un hombre para tu mujer. Conclusión: necesitas un marido.
Me enrojecí de ira, pero ella ya estaba en el dormitorio lanzando mi ropa al macuto. Protesté como un poseso: —¡Pero si íbamos bien! ¿Tan grave es cargar ella las bolsas? ¡Por una tontería rompes esto!
—De tu mochila, espero que sí cargues tú—espetó sin mirarme, señalando la puerta.
Rocío conocía el juego. Si traga hoy, mañana será peor. Y aunque el corazón me pesaba más que esas condenadas bolsas, aprendí la lección tardía: un matrimonio se sostiene con respeto compartido o se desmorona con concesiones solitarias. Las pequeñas deslealtades cavan la tumba de los grandes amores.