Creí que había encontrado el amor verdadero…

Oye, pensé que me había casado bien…
Mientras Almu pagaba la compra, Sergio esperaba apartado. Y cuando ella empezó a meterlo todo en bolsas, él salió directamente a la calle. Almu salió del supermercado y se acercó a Sergio, que en ese momento fumaba.
“Cariño, coge las bolsas”, pidió Almu, alargando hacia su marido dos bolsas grandes llenas.
Sergio la miró como si le pidieran algo ilegal, incrédulo: “¿Y tú qué?”.
Almu se quedó bloqueada, sin saber qué contestar. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué preguntaba eso? Lo normal es que un hombre ayude. Y qué raro queda, mujer cargada como una mula y el hombre paseando como si nada.
“Seri, pesan mucho”, contestó Almu.
“¿Y qué?”, siguió resistiéndose Sergio.
Vio que Almu empezaba a enfadarse, pero por principios no quería cargar las bolsas. Echó a andar rápido, sabiendo que ella no podría seguirle. “¡Coger las bolsas! ¿Qué soy, un criado? ¿O un calzonazos? ¡Yo soy un hombre! ¡Y yo decido si las llevo o no! Bah, que las lleve ella sola, no se va a morir”, pensaba Sergio. El humor que tenía hoy era de poner firmes.
“¡Sergio! ¿Adónde vas? ¡Coge las bolsas!”, le gritó Almu casi llorando.
Las bolsas pesaban de verdad. Sergio lo sabía, porque fue quien llenó el carrito. No estaba lejos de casa, cinco minutos andando. Pero con peso, el camino parece eterno.
Almu caminaba hacia casa casi llorando. Esperaba que Sergio estuviera de broma y volviera por ella. Pero no, lo veía alejarse cada vez más. Tenía ganas de soltar las bolsas, pero como en trance siguió adelante.
Llegando al portal, se sentó en el banco, sin fuerzas para seguir. Quería llorar de rabia y cansancio, pero se aguantó las lágrimas; llorar en la calle da vergüenza. Pero tragarse esa situación no podía; la había ofendido y humillado. ¡Y qué atento era antes de casarse! Y no es que no entendiera, ¡lo entendía! Y lo hizo a propósito.
“¡Hola, Almudena!”, la voz de la vecina la sacó de sus pensamientos.
“Hola, Doña Rosa”, le contestó Almu.
Doña Rosa, realmente Rosa Martínez, vivía un piso abajo y era muy amiga de la abuela de Almu cuando vivía. Almu la conocía desde niña y para ella era otra abuela. Y tras perder a su abuela, cuando Almu tuvo los primeros problemas de soltera, Rosa siempre la ayudaba. No tenía a nadie más; su madre vivía en otra ciudad con su nueva familia, y de su padre ni se acordaba. Así que Rosa era casi su única familia ahora.
Sin dudarlo, Almu decidió dejarle toda la compra a Doña Rosa. Total, ya las había cargado. La pensión de Rosa Martínez era pequeña y Almu a veces le llevaba algo rico.
“Venga, Doña Rosa, la acompaño”, dijo Almu, cogiendo otra vez las incómodas bolsas.
Subiendo al piso de Doña Rosa, Almu dejó las bolsas allí, diciendo que todo era para ella. Al ver las anchoas, los mejillones en escabeche, los melocotones en almíbar y otras cosas que le encantaban pero apenas podía permitirse, Doña Rosa se emocionó tanto que a Almu le dio hasta corte, por no hacerlo más a menudo. Se dieron dos besos y Almu subió a su casa.
Nada más entrar, su marido salió de la cocina a recibirla, aún masticando algo.
“¿Y las bolsas?”, preguntó como si nada.
“¿Qué bolsas?”, le dijo Almu en el mismo tono. “¿Las que me ayudaste a traer?”
“Ay, por favor, mujer”, intentó bromear él. “¿Te has enfadado o algo?”
“No”, contestó ella tranquila. “Simplemente saqué mis conclusiones”.
Sergio se quedó alerta. Esperaba gritos, bronca, lloros, pero tanta calma le inquietó.
“¿Y qué conclusiones son esas?”
“No tengo marido”, y suspiró añadiendo: “Pensé que me había casado, pero resulta que me emparejé con un memo”.
“¿Qué?”, Sergio fingió estar profundamente ofendido.
“¿Qué parte no entiendes?”, preguntó Almu clavándole la mirada. “Quiero un marido que sea un hombre. Y tú, al parecer, quieres una mujer que sea el hombre…”, y pensando un momento añadió: “Entonces tú necesitas un marido”.
La cara de Sergio se enrojeció de ira y apretó los puños. Pero Almu no lo vio; ya había ido al dormitorio a recoger sus cosas. Sergio se resistió hasta el final. No quería irse. No entendía sinceramente cómo por una tontería así se rompía una familia:
“Pero si todo iba bien, mujer. ¿Qué pasa porque llevaras tú las bolsas?”, se indignaba mientras ella le tiraba sus cosas sin cuidado a la maleta.
“Tu maleta, espero que la lleves tú solo”, dijo Almu con dureza, sin escucharle.
Almu sabía perfectamente que era solo la primera señal. Si ahora tragaba con esto, la próxima vez sería peor. Por eso cortó toda discusión y lo echó a la calle.

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MagistrUm
Creí que había encontrado el amor verdadero…