¿Estás en tus cabales, Kiko? ¿Crees que te invito a vivir conmigo por dinero? Me das lástima, eso es todo.
Kiko estaba sentado en una silla de ruedas, mirando por la ventana polvorienta al patio interior del hospital. No había tenido suerte: su habitación daba a un pequeño jardín con tiendas y macetas, pero casi nunca había gente. Además, era invierno, y los pacientes rara vez salían a pasear.
Kiko estaba solo en la habitación. Una semana antes, su compañero de cuarto, Javier “Javi” Torres, había sido dado de alta. Desde entonces, la soledad pesaba aún más.
Javi era un chico sociable, alegre, y sabía un millón de historias que contaba con tanto entusiasmo que parecía un actor. Y lo eraestudiaba teatro en tercer año. En resumen, con Javi era imposible aburrirse. Además, su madre lo visitaba todos los días, trayendo deliciosos dulces, frutas y pasteles que compartía generosamente con Kiko.
Con la partida de Javi, la habitación perdió su calor, y ahora Kiko se sentía más solo que nunca.
Sus pensamientos tristes fueron interrumpidos por la enfermera que entró. Al verla, su ánimo decayó aún más: no era la joven y simpática Sara, sino la siempre hosca y malhumorada Luisa Aranda.
En dos meses de hospitalización, Kiko nunca la había visto sonreír. Y su voz era tan áspera como su expresión: cortante, dura, desagradable.
¿Qué haces ahí plantado? ¡A la cama! ordenó Luisa Aranda, sosteniendo una jeringa llena de medicamento.
Kiko suspiró, giró obedientemente la silla y se acostó. Con movimientos rápidos, Luisa lo ayudó a ponerse boca abajo.
Baja los pantalones ordenó. Kiko obedeció pero no sintió nada. Luisa ponía las inyecciones con maestría, y por eso, en silencio, él siempre se lo agradecía.
«¿Cuántos años tendrá?», pensó Kiko, observando a la enfermera mientras buscaba una vena en su brazo delgado. «Seguro ya está jubilada. La pensión debe ser poca, por eso trabaja y está tan amargada».
Finalmente, Luisa insertó la aguja en su vena, haciéndolo apenas fruncir el ceño.
Listo. ¿Ha venido el médico hoy? preguntó, ya preparándose para irse.
No, aún no respondió Kiko. Quizá venga más tarde
Pues espera. Y no te quedes junto a la ventana, que el aire frío no te hará bien dijo Luisa antes de salir.
Kiko quiso ofenderse, pero no pudo. Entre su rudeza, había algo que parecía preocupación. Aunque fuera mínima, era más de lo que él estaba acostumbrado a recibir.
Kiko era huérfano. Sus padres murieron cuando tenía cuatro años, en un incendio en su casa del pueblo. Él fue el único superviviente, salvado por su madre, que lo lanzó por la ventana segundos antes de que el techo ardiente se derrumbara.
De ella heredó unos ojos verdes luminosos, un carácter soñador y amable. De su padre, la estatura alta y un talento para los números. Pero los recuerdos eran escasos: retazos de una vida que ya no existía.
En el hospital, nadie lo visitaba. No tenía a nadie. A los dieciocho, el Estado le asignó una habitación en una residencia de estudiantes, en el cuarto piso. Le gustaba vivir solo, pero a veces la soledad lo aplastaba.
Tras el instituto, quiso entrar en la universidad, pero no alcanzó la nota. Terminó en un ciclo formativo, donde encontró una vocación, pero no amigos. Callado y reservado, Kiko prefería los libros a las fiestas.
Dos meses atrás, resbaló en el metro y se rompió ambas piernas. Las fracturas fueron graves, pero finalmente empezaban a sanar. Ahora, el traumatólogo, el doctor Román Abad, le dio la noticia:
Kiko, tus huesos están soldándose bien. En unas semanas podrás usar muletas. Te daremos el alta hoy. ¿Vendrá alguien a recogerte?
Kiko asintió en silencio, mintiendo.
Bien. Luisa te ayudará con las cosas. Cuídate, y no vuelvas dijo el médico con una sonrisa.
Cuando Luisa entró, lo vio empacando y lo interrogó:
¿Por qué le mentiste al médico?
¿De qué habla? fingió Kiko.
No me tomes por tonta. Sé que no tienes a nadie. ¿Cómo llegarás a casa?
Me las arreglaré.
Necesitarás ayuda. No puedes caminar aún.
Soy mayor.
Luisa se sentó a su lado y lo miró fijamente.
Kiko, no es asunto mío, pero con esas lesiones, no podrás solo.
Lo haré.
No. Llevo años en esto. ¿Por qué te resistes como un niño? se impacientó.
¿Y por qué se preocupa?
Porque puedes quedarte en mi casa. Vivo en las afueras, pero hay apenas dos escalones. Y una habitación libre. Cuando te recuperes, te vas. Vivo sola, mi marido murió hace años.
Kiko la miró incrédulo. ¿Quedarse con ella? Eran perfectos desconocidos.
¿Qué? ¿Te da vergüenza? gruñó Luisa. Pues más vergüenza es vivir en un cuarto piso sin ascensor. ¿Vienes o no?
Kiko dudó. Pero algo en los ojos de Luisa, en su tosco cuidado, lo convenció.
De acuerdo. Pero no tengo dinero
Luisa lo miró como si fuera tonto.
¿Estás loco? ¿Crees que te lo pido por dinero? Me das pena, solo eso.
Kiko bajó la cabeza.
Perdón no quise ofenderla.
No me ofendo. Vamos, mi turno acaba pronto.
La casa de Luisa era pequeña, acogedora. Los primeros días, Kiko apenas salía de su habitación, avergonzado.
Deja de hacerte el remilgado. Pide lo que necesites, no eres un invitado le espetó Luisa.
Poco a poco, Kiko se sintió en casa. La nieve tras la ventana, el crepitar de la chimenea, los olores de la cocina todo le recordaba el hogar que perdió.
Pasaron semanas. El andador, luego las muletas. Llegó el día de volver a la ciudad.
Debo ponerme al día con los exámenes le dijo a Luisa camino de la clínica. No quiero perder el curso.
Tómatelo con calma replicó ella. El técnico no se va a esfumar.
Se habían vuelto cercanos. Kiko ya no quería irse.
Al día siguiente, mientras hacía la maleta, vio a Luisa en el umbral, llorando. Sin pensarlo, la abrazó.
¿Te quedarías, Kiko? susurró ella.
Y se quedó. Años después, Luisa ocupó el lugar de honor en su boda. Y al siguiente año, sostuvo en sus brazos a su nieta, llamada Luisa en su honor.
A veces, la familia no es la que te dan, sino la que eliges.





