Crecí en una familia numerosa y humilde, ¡pero nunca vimos algo así en casa!

Era de una familia numerosa sin muchos recursos, pero ¡ni en mi casa había visto algo así! En mi hogar todos comíamos en platos individuales, lavábamos los trastes por turnos y, hace poco, mis padres al fin compraron un lavavajillas. Por eso, cuando fui a casa de mi novio y vi cómo funcionaban las cosas en su familia, quedé completamente pasmada.

Mi novio, al que llamaré Javier, me invitó a conocer a sus padres. Vivían en un pueblo pequeño, en una casa acogedora con jardín. Estaba ilusionada por conocerlos, ya que llevábamos varios meses saliendo y parecía algo serio. Su madre, que llamaré Carmen, me recibió con cariño: sonriente, preguntándome por mi vida, ofreciéndome té con un pastel casero. El padre de Javier, al que diré Antonio, también fue encantador—bromeaba, contaba historias de su juventud. En fin, la primera impresión fue excelente.

Pero luego llegó la hora de la cena, y ahí empezó lo surrealista. Al sentarnos a la mesa, noté que solo había una olla grande con patatas, un bol de ensalada y un único plato hondo. Pensé que sería para compartir, pero no. Carmen lo tomó, sirvió patatas con carne, añadió ensalada y… empezó a comer. Luego le pasó el plato a Antonio, que también se sirvió y comió del mismo plato. Después pasó a Javier, y finalmente a mí. Me quedé petrificada, sin saber cómo reaccionar. En mi casa cada uno tenía su plato, y jamás había visto que una familia entera comiera del mismo.

Intenté disimular mi sorpresa, pero debió notarse. Javier me susurró: “Aquí es costumbre, no te preocupes”. Pero, ¿cómo no preocuparse? Tomé un poco de comida, intentando no pensar en que el plato había pasado por todos. Carmen, al ver mi incomodidad, dijo: “Así ahorramos agua y tiempo, ¡para qué lavar más trastos!”. Sonreí cortésmente, pero solo podía preguntarme: ¿cómo se vive así?

Después de cenar, pensé que quizá era algo excepcional, pero no. Al lavar los platos, descubrí que no tenían la costumbre de hacerlo bien. Carmen enjuagó el plato compartido y lo guardó en el armario. La olla y el bol recibieron el mismo tratamiento. Ofrecí ayudar, pero me dijeron que “los invitados no friegan”. Fue un detalle, pero hubiera preferido hacerlo yo misma para asegurarme de que quedaran limpios.

Al día siguiente descubrí otra rareza. Antonio preparaba el desayuno—una tortilla. Rompió los huevos en la sartén y los cascos… los tiró a un rincón de la cocina, donde se acumulaba una pequeña montaña de basura. Creí haber oído mal cuando dijo: “Luego lo limpiamos, no pasa nada”. Pero nadie lo hizo. La pila crecía: cáscaras, envases de leche, servilletas usadas. Carmen me explicó que limpiaban una vez a la semana para “no perder tiempo”. Yo estaba horrorizada. En mi casa sacábamos la basura a diario, y la cocina relucía.

Javier, al verme alterada, intentó justificarlo: “Son nuestras costumbres, para nosotros es normal”. Pero no podía entender cómo podían considerar normal comer del mismo plato y vivir con basura en el suelo. No quería juzgar, era su casa, sus reglas. Pero por dentro gritaba: ¿cómo es posible?

Unos días después me fui a casa y, la verdad, respiré aliviada. Lo primero que hice fue abrazar nuestro lavavajillas y comer feliz en mi propio plato. Seguí saliendo con Javier, pero decidí que no volvería a dormir en casa de sus padres. Él, por suerte, lo entendió e incluso confesó que a veces le daba vergüenza esas costumbres.

Esta experiencia me hizo reflexionar sobre lo distinto que puede ser el día a día en cada familia. No digo que su forma de vivir esté mal, pero no es la mía. Ahora, cuando hablamos del futuro, dejo claro: cada uno tendrá su plato, la basura se saca a diario y el lavavajillas no es un lujo, es esencial. Y, saben qué, él está de acuerdo.

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Crecí en una familia numerosa y humilde, ¡pero nunca vimos algo así en casa!