Cortó el césped y encontró el amor: cómo halló aquello que buscaba toda su vida

**Día 12 de julio, 2024**

Me desperté al amanecer. El sol apenas rozaba las copas de los olivos cuando mi madre, Dolores Ignacia, me recordó la noche anterior con firmeza:

—Mañana, hijo, quiero que madrugues para segar el campo. Hay que preparar el forraje para las vacas. El invierno no espera.

—Mamá, yo me encargo. No voy a molestar a Javier, que también tiene su prado que atender —respondí antes de irme a dormir, sin imaginar que la picadura de una abeja cambiaría mi vida para siempre.

En el pueblo, siempre fui distinto. No raro, tampoco como los demás. Callado, estudioso, cortés. Palabras justas, mirada humilde y un libro siempre a mano. Trabajaba como mecánico en el taller del pueblo —buen oficio, bien valorado. Los jefes confiaban en mí. Pero el corazón… vacío, como esperando algo más.

Las mujeres del lugar suspiraban: “Con este no hay manera”. Los jóvenes me llamaban “el sabio”. Y mi hermano Javier, el bromista, se reía:

—Hermano, ¡te vas a quedar soltero de por vida! Hasta la vieja Martina te quiere casar con su nieta, ¡y esa mujer pasa de los setenta!

—Vete con tu Lola —contestaba yo, esbozando una sonrisa forzada.

Pero por dentro no era gracioso. La soledad pesaba. Y asustaba. ¿Conocer a alguien? No, mejor no…

Ese día de julio, el calor apretaba. Ya había segado casi todo, solo quedaba un rincón del campo. Me senté a descansar, agarré la cantimplora, y entonces… una voz.

—¡Ay, madre mía! ¡Qué dolor!

Me volví. Allí estaba ella. Joven, hermosa. Vaqueros, camiseta sencilla. Se sujetaba el brazo, haciendo muecas de dolor. Me levanté de un salto, corriendo, olvidando mi timidez.

—¿Qué ha pasado?

—Una abeja… Me ha picado —dijo, casi llorando—. ¿Qué hago?

—Tranquila, tranquila. Ahora lo solucionamos. Lo importante es sacar el aguijón. No tema.

Con cuidado, lo extraje. Ella abrió los ojos, sorprendida.

—¿Ya está? ¿En serio?

—Sí, todo solucionado —asentí—. Ni se dio cuenta. ¿Cómo se llama?

—Claudia. ¿Y usted?

—Alejandro.

—Gracias, Alejandro. Me ha salvado. ¿Vive por aquí?

—Sí. Estamos segando para el invierno. ¿Y usted? ¿De visita?

—Vine a casa de mi tía Juliana. Es la directora del centro de salud. Yo… soy maestra en la escuela del pueblo. Recién llegada. Quería cambiar de vida.

Asentí en silencio. No dije más. Ella se fue sin saber que, por dentro, algo se había encendido en mí.

Claudia venía de una traición. Lo dejó todo en la ciudad —su trabajo, su piso— para no ver más a su ex y a su mejor amiga juntos. Buscaba paz. Y encontró… mis ojos.

Yo volví a casa como flotando. En la cena, callado. Luego, cogí la guitarra y empecé a tocar, suave. Javier y mi madre se miraron.

—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó él, riendo—. ¿Encontraste a una sirena en el prado? ¡Vamos, cuéntalo!

Y lo conté. La abeja. La mujer. Sus manos, su voz. Las ganas de verla otra vez. Javier aplaudió:

—¡Mañana vamos a casa de Ramón, el marido de Juliana! Somos compañeros en la bodega. ¡Claudia, eh! Bonito nombre.

—No iré —titubeé.

—¡Sí vas! Es tu oportunidad. No la dejes escapar, hermano. ¡Adelante!

Juliana nos recibió con cariño; Claudia, con una sonrisa tímida. Yo no sabía dónde mirar. Javier habló por los dos. Claudia reía, Juliana observaba a su sobrina y luego le susurró a Ramón:

—Mira cómo se miran… Ahí viene la felicidad.

Al caer la tarde, cuando los demás callaron, Claudia tomó la iniciativa:

—Hace una noche preciosa… ¿Vamos a pasear hasta el río?

Asentí. El corazón me latía con fuerza. Caminamos despacio, por el polvoriento camino, donde el aire olía a hierba y esperanza.

Hablamos de la vida. De lo solos que estuvimos. De libros. De traiciones. De ganas de encontrar a alguien en quien confiar.

Cuando amaneció, estábamos en la orilla, tomados de la mano, sin querer soltarnos.

—Sabes… —dije en un susurro—, ahora no entiendo cómo viví antes sin ti.

—Yo tampoco —respondió ella—. Nunca pensé que encontraría a alguien como tú… aquí, en el pueblo.

Dos meses después, el pueblo entero celebraba nuestra boda. Yo ya no era el hombre callado y gris. Era un esposo. El que Claudia soñó.

—Ahí están, las dos mitades —comentó Juliana, viéndonos bailar—. En medio del campo segado. Con el zumbido de una abeja de testigo.

Y Javier, riendo, añadió:

—Cosas de la vida. Un día de siega… y para siempre.

**Lección:** A veces, lo que buscas llega donde menos lo esperas. Solo hay que estar atento. Incluso a una picadura.

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Cortó el césped y encontró el amor: cómo halló aquello que buscaba toda su vida