**Día 1 – Encontré el amor al cortar la hierba**
Me desperté al amanecer. El sol apenas rozaba las copas de los olivos, y mi madre, Carmen Reyes, me había recordado la noche anterior con esa severidad que solo ella sabe usar:
—Mañana, hijo, que no se te haga tarde. Hay que preparar el heno para las ovejas. El invierno está a la vuelta de la esquina.
—Mamá, yo solo puedo. No hace falta molestar a Javier, que también tiene su propio trabajo —respondí antes de ir a dormir, sin imaginar que la picadura de una abeja cambiaría mi vida para siempre.
En el pueblo, siempre fui distinto. No raro, pero tampoco igual a los demás. Callado, estudioso, con un libro siempre a mano. Trabajaba como mecánico en el taller municipal, y aunque mis jefes confiaban en mí, mi corazón seguía vacío, como esperando algo.
Las mujeres del lugar decían: «Con este no hay manera». Los más jóvenes me llamaban «el culto». Hasta mi hermano Javier, siempre bromista, se reía:
—Hermano, te vas a quedar soltero para siempre. Hasta la señora Dolores, que ya peina canas, anda detrás de ti.
—Vete con tu Lola —contestaba yo, aunque por dentro no me causaba gracia.
Esa mañana de julio, casi había terminado de segar el campo cuando escuché un grito:
—¡Ay, madre mía! ¡Qué dolor!
Me giré. Allí estaba una mujer joven, de mirada clara, vestida con unos vaqueros y una camiseta. Se agarraba el brazo, con el ceño fruncido. Sin pensarlo, corrí hacia ella.
—¿Qué pasó?
—Una abeja… me ha picado —dijo casi llorando—. No sé qué hacer.
—Tranquila. Hay que sacar el aguijón. Aguante un momento.
Con cuidado, lo extraje. Ella abrió los ojos, sorprendida:
—¿Ya está? Ni lo he sentido.
—Sí. ¿Cómo se llama?
—Sofía. ¿Y usted?
—Antonio.
—Gracias, Antonio —sonrió—. Vivo aquí ahora, con mi tía Luisa, la directora del ambulatorio. Soy maestra de primaria. Vine huyendo de la ciudad… de muchas cosas.
Asentí, sin palabras. Ella se fue, sin saber que algo dentro de mí acababa de encenderse.
Sofía había dejado atrás una traición. Un novio infiel, una amiga falsa. Buscaba paz… y encontró mis ojos.
Esa noche, en casa, cogí la guitarra y comencé a tocar. Mi madre y Javier se miraron.
—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó él, sonriendo—. ¿Te ha hechizado alguna sirena en el campo?
Y le conté todo. La abeja. Sus manos. Su voz. Javier aplaudió:
—Mañana vamos a casa de Tomás, el marido de Luisa. ¡No te quedes con las ganas!
Al día siguiente, Sofía nos recibió con esa sonrisa que iluminaba la sala. Yo no sabía dónde mirar. Fue ella quien, al caer la tarde, me invitó a pasear por el río.
Caminamos despacio, hablando de libros, de la vida, de lo solo que se puede estar hasta que aparece alguien en quien confiar.
Al amanecer, seguíamos en la orilla, cogidos de la mano.
—No sé cómo viví tanto tiempo sin ti —murmuré.
—Yo tampoco —respondió ella.
Tres meses después, celebramos nuestra boda en el pueblo. Ya no era el Antonio callado de siempre. Era su esposo.
—Se encontraron donde menos lo esperaban —dijo Luisa, mirándonos bailar—. En un campo recién segado.
Y Javier, riendo, añadió:
—A veces, la vida cambia en un solo día.







