**Corrigiendo Errores**
La ambulancia atravesaba la ciudad con las luces y la sirena encendidas. Los coches se detenían a los lados, dejando libre el centro de la calle.
—Papá, papito, perdóname. Solo vive, no te vayas… —susurraba la chica sentada junto a la camilla.
Él no la oía. Veía a otra mujer en su mente. Sonreía, y de sus ojos emanaba una luz cálida y suave que lo atraía, lo llamaba. No quería resistirse. Sentía una ligereza en su cuerpo, como si ya no existiera.
Pero algo lo retenía, lo alejaba de aquella luz. Intentó decir «déjame», pero no pudo. De repente, un impacto en el pecho lo arrojó hacia atrás. El rostro desapareció, la luz se apagó y su cuerpo se volvió pesado, como piedra. ¿Acaso una piedra siente dolor?
Regresaron los sonidos: llantos, alguien lo llamaba, sujetándole la mano con fuerza. Quiso pedir que lo soltaran, gritar el nombre de Vicky, pero en ese momento se hundió en un vacío sin siquiera oscuridad.
***
Un día antes
—Papá, ¿puedo irme al sur con Marisol y Ana? La familia de Ana tiene una casa allí. Solo necesito dinero para el viaje y algo más. —La voz de su hija sonaba suplicante.
Javier siempre supo cuándo mentía. A veces fingía creerle, pero no esta vez. Dejó el periódico y la miró fijamente. Sí, mentía. Las orejas rojas, la mirada esquiva, los dedos jugueteando con la falda.
—¿Y por cuánto tiempo? —preguntó con calma.
—Un par de semanas —contestó emocionada Lucía—. Necesito aire, el mar. Estoy harta de este polvoriento Madrid.
—¿Con Marisol y Ana, dices? —repitió Javier, sarcástico.
Al notar el tono, Lucía supo que su mentira no convenció.
—No sabes mentir. Ayer hablé con el padre de Ana. Ellas van a los Pirineos.
Las mejillas de Lucía ardieron. Con un gesto de desafío, alzó la mirada.
—Sabía que no me dejarías ir con Pablo, por eso mentí. Su tía sí vive en el sur.
—Correcto. No te dejaré —respondió Javier, tranquilo—. Entiendo el enamoramiento, pero no es razón para irse sola con un chico.
—¡Lo amo! —exclamó, desesperada.
—¿Y él? El deseo no es amor. Si te insiste en ir, sus intenciones no son las tuyas.
—¿Así que no me dejas?
—No. Dentro de un mes, en mis vacaciones, iremos juntos.
Lucía mordió el labio, pensativa. El corazón de Javier se encogió. ¡Qué parecida a su madre! También mordía el labio cuando estaba nerviosa o enfadada. Su hija ya era mayor. ¿Cómo explicarle que, tras tantas pérdidas, no podía arriesgar lo último que le quedaba?
—Papá, por favor. Solo estaríamos juntos en el tren. Luego, con su familia…
—No. Si quieres, lo visitaremos juntos, pero después.
—No creí que fueras así —estalló Lucía—. Podría irme sin preguntar. Soy mayor de edad.
—Pero no lo hiciste. Mi opinión te importa. Escúchala. —Él tomó el periódico, pero no leyó.
—Con el tiempo, te arrepentirás de esta discusión.
—Papá, déjame ir. Nos amamos.
—Tú quizá. ¿Y él? Quien ama no empuja a mentir.
—¡Lo sabes todo de él, de mí! Pero tú… —Se detuvo, consciente de su golpe bajo.
—Por eso hablo. Los errores juveniles marcan toda la vida.
—Ah, y dime lo difícil que fue criarme solo —dijo, irónica—. Gracias, pero mis errores son míos.
—No —cortó Javier, levantando el periódico.
Lucía resopló, giró y marchó a su habitación, cerrando la puerta de golpe.
Javier dejó el periódico. ¿Quién podía leer ahora?
***
¿Cuántos años habían pasado? Parecía ayer cuando convencía a Victoria para ir a Barcelona un fin de semana. ¿Habría mentido a sus padres? La dejaron ir.
Aquél viaje fue perfecto. Regresaron felices, transformados. Luego, Victoria se mudó a Valencia para estudiar. Él se quedó, conoció a Claudia y olvidó todo lo anterior.
Hasta que un día Victoria regresó. Tal como ahora.
—Estoy embarazada.
Él sintió pánico. No por el bebé, sino por perder a Claudia. Rogó a Victoria abortar.
—Son doce semanas —lloró ella.
—¡¿Y por qué esperaste?! —gritó, furioso—.
Ella se fue. Asumió que abortó, porque no supo de ella en años. Se casó con Claudia, compraron boletos a Mallorca… Hasta que un timbre canceló todo.
Victoria, pálida, llevaba de la mano a una niña.
—Hola —dijo, forzando una sonrisa.
—¿Quién es? —preguntó Claudia desde atrás.
Victoria bajó la mirada, avergonzada.
—Fuimos compañeros de escuela —mintió él.
—Pasen —dijo Claudia, amable.
Victoria entró, dejando una maleta.
—¿Te vas o llegas? —bromeó Javier, odiándose.
—Voy lejos. No puedo llevarla. Aquí están sus cosas. —Besó a la niña y se marchó.
—¿Es tuya? —preguntó Claudia.
—Iba a abortar —balbuceó.
La niña lloró. Claudia montó un escándalo. Él se justificó: ocurrió antes de ellos, no sabía… Su matrimonio, recién estrenado, se resquebrajó.
En los documentos, él figuraba como padre. Tres días solo con la niña lo agotaron. Al cuarto, Claudia regresó. Intentó cuidarla, pero al año, Victoria murió de leucemia. Cuando Lucía cumplió seis años, Claudia se fue.
***
Javier entró al cuarto de Lucía y le contó todo, aunque ella fingía no escuchar con auriculares.
—Yo era joven, imprudente. Conocí a Claudia y me enamoré. Tú llegaste… inesperadamente.
—Hay anticonceptivos —murmuró ella, ya sin auriculares.
—A los dieciocho no crees que los errores duran para siempre. Piensa. —Y salió.
A la mañana, Lucía reanudó la charla.
—No puedes protegerme siempre. Es mi vida. No te casaste por miedo a equivocarte otra vez. Pero los errores están en todas partes. Mamá me habría entendido…
—Ella no está. Yo sé lo que es ser hombre—, alzó la voz.
—Iré. Pablo me ama.
De pronto, Lucía tosió, jadeando. Corrió a la ventana, abriéndola de golpe.
Javier vio por un instante a su hija cayendo, su cuerpo en el asfalto, sangre…
—Lucía! —Corrió hacia ella.
Un dolor agudo le atravesó el pecho.
***
Los sonidos regresaron lentamente. Voces, luces…
—Papá, ¿me oyes?
—Estás tres días aquí. Tuviste un infarto, pero mejorarás. No iré a ninguna parte.
—¿Y Pablo? —preguntó al día siguiente.
—No fue sin mí.
Él entendió. Pablo la amaba. Sintió vergüenza. Su exceso de protección casi lo mata.
—Invítalo cuando salga.
—Gracias, papá. —Ella lo besó—. Eres el mejor.
Tres semanas después, Pablo llegó. Javier lo observó, pensando que los jóvenes de ahora eran más responsables. Planificaban, soñabanAl mirar a su hija feliz junto a Pablo, Javier comprendió que a veces el mayor error es creer que podemos evitar que otros los cometan.







