Una gota de agua cayó del grifo justo en el centro de la tortilla reseca — tic, tic, tic.
Lucía se quedó inmóvil frente al fregadero, apretando la esponja entre los dedos.
La sartén del desayuno anterior la miraba con reproche, rodeada de rastros amarillentos y migas de pan.
A su lado, un plato con restos de mantequilla, una taza con el cerco del café, un cuchillo pegajoso de mermelada.
Antonio ya había salido al trabajo en su viejo Seat, dejando tras el desayuno el mismo caos de siempre.
Todo esperaba pacientemente sus manos, como llevaba esperando cada mañana los últimos tres años.
*Otra vez*, pensó Lucía, y giró el grifo sin pensar.
El agua caliente silbó, haciendo espuma en el fondo de la sartén.
Empapó la esponja, le echó un poco de lavavajillas y se puso manos a la obra.
Tres meses atrás, por primera vez, le había pedido a Antonio que la ayudara con la vajilla.
Él había levantado las cejas, como si le hubiera sugerido pintar el techo de la Alhambra o aprender japonés.
—Lucía, pero si esto es una tontería —había dicho, sin apartar los ojos del partido de fútbol en la tele—. Cinco minutos y listo.
Cinco minutos. Cada mañana. Cada noche. Lucía frotaba la esponja, haciendo cálculos mentales: al año, esas *tonterías* sumaban treinta horas de su vida. Una semana laboral frente al fregadero.
La sartén no se rindió fácil. La grasa seca exigía esfuerzo, paciencia, hasta un estropajo.
Las manchas de huevo se habían quedado grabadas en el teflón. Mientras las limpiaba, recordó la noche anterior: Antonio tirado en el sofá con el móvil, scrolleando redes sociales mientras ella recogía los restos de su cena.
—Antoñito —llamó ella con cuidado, intentando no sonar a regaño—, ¿podrías lavar tu plato?
Ni siquiera giró la cabeza. El pulgar seguía deslizándose por la pantalla —fotos, memes, gatitos.
—Ahora… —murmuró sin mirarla—. Hoy he tenido un día complicado.
*Un día.* Siempre tenía *un día complicado*. Proyectos urgentes, clientes llamando, jefes exigiendo informes.
¿Y ella? ¿Acaso estaba de vacaciones? También trabajaba —en una pequeña oficina de contabilidad, quizá no ganaba tanto, pero ocho horas al día, como cualquiera.
Dejó la sartén limpia en el escurridor y agarró la taza. Los posos del café se habían convertido en una pasta marrón.
Restregó la porcelana, preguntándose por qué algo tan pequeño le molestaba tanto.
No era solo el plato —diez minutos de trabajo—. Era que Antonio ni siquiera *veía* su esfuerzo.
Para él, los platos sucios desaparecían solos, y los limpios aparecían en el armario como por arte de magia.
Como la ropa sucia se transformaba en botones planchados.
Como la comida en la nevera se convertía en cena caliente.
Como el polvo desaparecía de los muebles sin que nadie pasara un trapo.
En su mundo, el hogar era algo automático —como la luz al pulsar un interruptor o el agua al abrir el grifo.
Llegas a casa y está todo limpio, ordenado, oliendo bien.
—Necesito ayuda —le dijo una semana después, cuando dejó en el fregadero no un plato, sino una olla entera de cocido.
Una olla de tres litros, con restos pegados a los bordes. —No dinero, no regalos. Solo… que notes lo que hago. Que me eches una mano.
Antonio levantó la vista del portátil, donde escribía algo del trabajo. Su expresión era de genuina confusión, casi ofendida.
—¿Tan grave es? ¡Es un minuto! ¡Tengo un proyecto que se quema, los clientes no paran de llamar, y tú con la olla…
*Un minuto.* Lucía miró su cara —sincera, irritada— y entendió: él *realmente* no lo veía.
No fingía. Creía de verdad que fregar llevaba un minuto.
En su cabeza, el cálculo debía ser así: enjuagar el plato —treinta segundos, frotarlo —otros treinta. Un minuto.
No contaba vaciar primero el fregadero, calentar el agua, buscar una esponja limpia, echar jabón…
Luego restregar la carne seca, aclarar, poner a secar. ¿Y si no era un plato, sino cinco? ¿Con sartenes, tazas, cuchillos, la tabla de cortar?
Esa noche, acostada mientras él roncaba a su lado, repasó la conversación.
*¿Y si simplemente… no lo hago?*
La idea la sobresaltó. No por venganza, no para fastidiar. Solo dejar de hacer lo que él llamaba *un minuto*. Que lo viviera.
A la mañana siguiente, preparó café, se hizo unas tostadas y se fue al trabajo sin tocar el fregadero.
La taza de Antonio se quedó allí, junto al plato con migas y manchas de aceite.
En el trabajo, una y otra vez, la imaginaba llegando a casa, viendo el desastre… ¿Qué haría? ¿Se quejaría? ¿Lo ignoraría?
Al tercer día, la pila de platos crecía como una estalagmita.
El cuarto, empezó a reutilizar la misma taza para todo.
El quinto, sacó un vaso de los que quedaban de la abuela.
El sexto, hasta usó un plato de la vajilla buena —esa de *Las Lanzas* que solo sacaban en Navidad.
No dijo nada. Solo se movía con más cuidado, mirando el fregadero de reojo.
El séptimo día, la cocina parecía el decorado de una película de terror.
El fregadero rebosaba, la vajilla se extendía por la mesa, el alféizar… Hasta un tazón con conejitos de dibujos (¡de cuando era pequeño!) tuvo que usar.
El aire olía a leche agria, y una mosca comenzaba a merodear.
Lucía sintió un alivio extraño. Por primera vez en tres años, no era la *empleada del hogar*.
No corría con la bayeta, no ordenaba en solitario.
Que la cocina pareciera una leonera no importaba: Antonio ya no podía ignorar que los platos no se limpiaban solos.
—¡Lucía! —rugió él al entrar esa noche, con una bolsa de la compra—. ¿Pero qué coño pasa aquí?
Se quedó petrificado en el umbral. Las fosas nasales se le hincharon como las de un toro.
—¿Estás enferma? ¡Esto es un basurero! ¡Huele que apesta!
Ella lo miró con calma, casi divertida.
—Nada —dijo—. Solo vivo.
—¿Cómo que vives? —señaló la torre de platos—. ¡Esto es indignante!
—Tú dijiste que era *un minuto* —respondió ella, removiendo la paella—. Pues hazlo en un minuto.
—¿Cómo? ¡Si no hay ni una maldita taza limpia! —gritó.
—Exacto —asintió Lucía.
Él abrió la boca. La cerró. Miró el fregadero, luego a ella. Algo cambió en su expresión —del enfado a la perplejidad, luego a algo cercano al entendimiento.
—Pero yo… —tartamudeó—. O sea, ¿siempre ha sido así?
—No —negó ella—. Porque yo lo limpiaba. Todos los días. Esos *cinco minutos* que tú ni veías.
Antonio recorrió la cocina con la mirada, como si la viera por primera vez.
—Dios mío —susFinalmente, Antonio suspiró, se arremangó la camisa y murmuró: “Vale, empieza tú por los platos y yo me encargo de las ollas”.