En la cocina olía a albóndigas recién hechas cuando llamaron a la puerta. Lucía, sin siquiera quitarse el delantal, abrió y se encontró con un joven repartidor.
—¡Buenos días! Su paquete —dijo con energía.
—¿Qué paquete? Yo no he pedido nada —respondió ella, sorprendida.
—¿Piso décimo? —confirmó él.
—Sí.
—Entonces, todo correcto.
La mujer firmó con dudas y recibió una caja grande. Al abrirla, la sangre se heló en sus venas. Dentro había una corona fúnebre. No decorativa, sino auténtica, con una cinta negra donde se leía su nombre: *”Descansa en paz, Lucía”*.
No había remitente. Solo ese mensaje silencioso.
—Hay que odiar mucho a alguien para mandarle esto a su casa —murmuró después, con la voz temblorosa.
Su marido, Álvaro, lo restó importancia:
—¿Por qué crees que ha sido mi madre? ¡Si te quiere!
—¿Quererme? ¡Ni siquiera pronuncia mi nombre! —recordó Lucía con amargura.
Y era cierto. A su suegra no le gustaba nada de ella: su estatura, su trabajo de recepcionista, sus vestidos sencillos. Lucía se esforzaba, cosía su propia ropa, era educada, pero solo recibía desprecios y comentarios hirientes.
—Mira a esta inútil —susurraba Isabel a su hijo—. ¡No sabe ni hablar!
Él callaba, fingiendo que todo estaba bien. Pero su silencio era complicidad. Poco a poco, su madre se permitía más, incluso viviendo en casa de Lucía.
Cuando Lucía propuso alquilar su piso y buscar uno que agradara a su suegra, esta rechazó todas las opciones. Con gritos, reproches y dramas. Y Álvaro seguía callado, tomando su café.
Como el ramo no funcionó, llegó el siguiente paso. De pronto, Álvaro encontró calzoncillos en el altillo.
—¿Me lo explicas? —preguntó, mostrándolos.
—¿A ti no te parece raro? ¡No llego ni con una silla! —replicó Lucía.
Las llaves las tenía su suegra. Todo encajaba. Pero Álvaro calló. Otra vez.
El siguiente “regalo” fue un cubo de arándanos. Su suegra se los entregó sonriente:
—¡Vitaminas para mi nuera!
A la mañana siguiente, Lucía encontró dentro… un erizo vivo, casi congelado por el frío. Por suerte, Álvaro lo vio. Claro, no creyó que fuera intencionado: *”Se habrá metido solo, pasa”*.
Más tarde, Lucía halló una muñeca con agujas clavadas bajo la cama. La situación parecía sacada de un mal thriller. Aun así, aguantó. Por amor. Por creer que su marido la protegería, y no sería eternamente el hijo de su madre.
El final llegó por casualidad. Lucía volvió antes del trabajo y los pilló juntos. En su propio piso.
Lo echó. Rápido. Sin miramientos. En calcetines, como se dice.
Él se defendió:
—¡Ella vino sola! ¡No lo planeé!
Pero Lucía ya no creía en nada. Menos cuando supo que la “invitada” era sobrina de una amiga de Isabel. Todo encajaba demasiado.
Tres años aguantó. Otros no hubieran resistido ni tres meses. Pero ella tuvo esperanza.
¿Y Álvaro? Volvió con su madre. ¿Adónde más?
Pero allí le esperaba una sorpresa. Su madre tenía un romance. El amor de sus últimos días, más intenso que el primero. Y no en su piso, sino en el minúsculo apartamento de su nuevo novio. Isabel se quedó sin techo… pero con amor.
¿Ironía del destino?
La moraleja: Cuidado con lo que deseas. A veces se cumple… pero no como imaginabas.