Los corazones implorados: felicidad contra todo pronóstico
Las hermanas de Ana se casaron jóvenes, se mudaron a distintas ciudades y tuvieron hijos. Sus hogares se llenaban de risas, mientras Ana permanecía en la casa familiar en Valdepeñas, sola. Con los años, su fe en encontrar el amor se desvanecía como la nieve en primavera. Los demás habían perdido toda esperanza: «¿Quién querría a alguien como ella, y encima en un pueblo?» Pero Ana no se rendía. Cuidaba de la casa, criaba gallinas y cabras, plantaba la huerta. Recogía la cosecha y enviaba verduras frescas a sus hermanas para sus sobrinos. Su pan de masa madre era legendario: los vecinos siempre le pedían que lo horneara, y ella nunca se negaba.
Ana no se quejaba. Aceptaba su destino con humildad, encontrando alegría en cuidar a sus sobrinos, que la visitaban en verano. Sus voces llenaban la casa de vida, pero cuando se iban, el silencio sonaba más fuerte. Ana no perdía la esperanza, aunque en el fondo se preparaba para una vejez solitaria.
Pero el destino tenía otros planes.
Un día de julio, unos obreros llegaron a la casa de al lado para construir una cocina de leña. Ana también tenía trabajo: el tejado del cobertizo necesitaba arreglo, la chimenea de la cocina requería cambios y había otros pequeños quehaceres. En un pueblo sin manos masculinas, hasta Ana, que sabía manejar el hacha y el martillo, necesitaba ayuda. Uno de los obreros, Sergio, accedió a ayudarla. Era divorciado, sin hijos, con unos ojos cansados pero bondadosos.
Al principio solo hablaban: de la vida, del pueblo, de lo duro que era estar solo. Luego, él empezó a visitarla más a menudo, la ayudaba con las tareas y ella le preparaba la cena. La amistad se convirtió en algo más. A los cuarenta años, Ana se casó. La boda fue sencilla, pero sus ojos brillaban tanto que nadie se atrevería a llamarla poco agraciada. Sergio, tres años mayor, la miraba como si fuera un milagro.
A los cuarenta y dos, Ana dio a luz a Javier. Sergio, ya con cuarenta y cinco, no mostraba cansancio, solo felicidad. Tres años después nació Lucía. Los niños fueron su recompensa implorada, su luz. Contra todo pronóstico, lo llevaban con facilidad. Cada logro de los hijos les llenaba de alegría: los primeros pasos, las primeras palabras, los primeros dibujos.
—¿Estás cansada, mi vida? —preguntaba Sergio cada noche, abrazándola.
—Un poquito —reía ella, y su rostro se iluminaba.
Veinte años pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Javier creció, se casó, y Lucía estudiaba en la ciudad. Ana y Sergio esperaban nietos. Sergio, un manitas, ya había construido en el patio un espacio para ellos: columpios, tobogán, arenero. Su hogar rebosaba calor, aunque no riqueza. Ana ya no se sentía insignificante. ¿Cómo podía menospreciarse cuando la abrazaban con tanto amor, llamándola «mi vida»?
A veces, en la quietud de la noche, Ana recordaba sus años de soledad. Las palabras crueles de las vecinas, las miradas de lástima, el silencioso reproche. Lo había superado, pero su corazón seguía tierno. Sabía que su felicidad no era casualidad, sino un regalo ganado con años de espera.
Ana miraba a Sergio, su casa, las fotos de sus hijos, y los ojos se le llenaban de lágrimas. No de dolor, sino de gratitud. Por el amor, por la familia, por haberle concedido la vida todo lo que había soñado cuando ya casi había dejado de creer.