**Corazones Rotos y un Hechizo Secreto**
Olga regresó a casa después de una reunión de padres en un pequeño pueblo cerca de Valladolid. Al cruzar el umbral, fue directo a la habitación de su hijo y comenzó una charla llena de reproches.
—Mamá, ¡basta ya! Estoy harto de tus sermones —protestó Arturo, furioso.
—¿Basta? ¡Si acabo de empezar! Doña Clara está muy disgustada contigo —dijo Olga, mirándolo con severidad.
—¡Hago lo que quiero, como papá! Ahora entiendo por qué tiene a otra mujer… ¡Seguro que lo agobiaste tanto como a mí! —gritó Arturo.
—¿Qué otra mujer? ¿De qué estás hablando? —La voz de Olga tembló, y se quedó paralizada.
Esa tarde, en la reunión, la maestra se quejó de nuevo: Arturo no hacía los deberes, no prestaba atención y contestaba mal. ¿Qué le ocurría? Estaba distraído, callado, como si ocultara algo. Hablaría con su marido, que él resolviera el asunto.
De pronto, vio el coche de Javier, su esposo, aparcado junto a la acera. ¿Habría venido a buscarla? ¡Qué detalle! Aceleró el paso, pero se detuvo en seco. Javier salió del auto con un ramo de flores, pero no fue hacia ella, sino hacia una mujer desconocida, alta, pelirroja, vestida con un ajustado vestido. La abrazó, le entregó las flores y se marcharon.
Olga se quedó helada. ¿Quién era esa mujer? Javier le había dicho que trabajaría hasta tarde, que tenía un proyecto importante. ¿Era esa su compañera de trabajo? En quince años de matrimonio, nunca había dudado de su fidelidad.
Se casaron por amor justo al terminar la universidad. Los padres de Javier, acomodados, les regalaron un piso en el centro de Valladolid. Sus suegros la adoraban, y cuando nació su hija años después, fueron su felicidad. Javier tomó el lugar de su padre en la empresa familiar cuando este se jubiló. Al principio fue difícil, pero lo logró, ganándose el respeto de todos. Con su sueldo, vivían bien: compraron una casa en el campo, viajaban con amigos, vacacionaban en el extranjero. Javier le sugirió dejar su trabajo de enfermera, pero a ella le encantaba ayudar a los demás.
¿Y ahora esto? Si tenía a otra, era porque ya no la amaba. Pronto se iría… Las lágrimas le quemaron las mejillas. ¡Qué dolor tan injusto! ¿Qué le faltaba? No solo eran esposos, sino mejores amigos, compartían todo, su intimidad era plena. ¿Cómo pudo traicionarla así? Javier nunca había mirado a otras mujeres, por más atractivo que fuera.
En casa, Olga enfrentó a su hijo.
—Mamá, ¡deja ya esos sermones! —gruñó Arturo.
—¿Qué dices? ¡Doña Clara dice que te portas fatal!
—¡Hago lo que quiero, como papá! ¡Ahora entiendo por qué tiene a otra! ¡Tú lo agobias!
—¿Qué mujer? ¿De qué hablas? —La voz de Olga se quebró.
—Lo vi en un café con una rubia. Pasé por ahí y no me vio. ¿Qué me dices?
Olga se desplomó en el sofá, cubriéndose el rostro. Las lágrimas no paraban.
—Mamá, no llores… —Arturo, siempre protector, se acercó.
—Así estamos, hijo… Tanto amor, y ahora esto…
—Las cosas pasan, mamá. Yo también lo quiero, pero si te hace esto, que se vaya. Sobreviviremos. Ya tengo trece… Pero duele. Fue ruin.
Le tendió un pañuelo, y ella lo abrazó.
—Hablaré con él. Que diga la verdad.
Horas después, Javier llegó a casa, demacrado.
—Olga, ya cené con los compañeros. Voy a ducharme y a dormir. Estoy agotado.
—Te vi… Regalándole flores a ella. Iba volviendo del colegio…
Javier palideció.
—¿Me viste? Sí… Tengo algo con mi nueva asistente, Marina. No sé cómo pasó.
—¿Y ahora qué? ¿Te vas?
—No quiero irme… Pero ella me atrae como un imán. Te amo, pero es como un hechizo. Ella dio el primer paso, me invitó a su casa a revisar documentos. Conocí a su madre, cenamos… Luego me llamó otra vez, y no supe negarme. Y… me enamoré. Nos veíamos en la casa del campo. Perdóname…
—¿En nuestra casa? ¡Javier, cómo pudiste! —Olga jadeó de dolor.
—Lo siento. Será mejor divorciarnos. No puedo fingir. No dejaré a Arturo, os ayudaré. El piso es vuestro; me llevo el coche y la casa rural.
—Ya decidiste todo… Ella es joven, jugará contigo y te dejará. ¡Piensa con la cabeza!
Al día siguiente, Javier se fue mientras ellos no estaban. A Arturo le dejó una carta explicándose. Olga vio los estantes vacíos y su corazón se partió. Lo amaba profundamente. El dinero nunca fue lo importante: la familia lo era todo. El divorcio… Que lo pidiera él, si tanto quería. Ella y Arturo seguirían adelante.
Su suegra llamó entre lágrimas:
—Olga, Javier me contó. ¿Cómo pudo pasar? ¡Todo iba bien! ¿Crisis de los cuarenta? ¿Qué harás?
—Doña Ana, estoy en shock. Arturo está resentido, no quiere verlo.
—Dios mío… Aguanta, cariño. Os queremos, no os abandonaremos.
Dos semanas después, Javier volvió por más cosas.
—Hola, Olga. ¿Puedo llevarme algo más?
—Pasa, toma. —Le sorprendió su aspecto demacrado, ojeroso.
—Arturo no contesta mis llamadas. Lo entiendo… Quizá con tiempo…
—Quizá. Pareces enfermo. ¿Esa chica te está chupando la vida? —espetó Olga.
—Algo me pasa. Debilidad, apatía… Marina me irrita, pero no puedo alejarme.
Olga se lo contó a su compañera Esperanza, su amiga de años en el hospital.
—Olga, esto no es normal. Mi vecina entiende de estas cosas. ¿Vamos a verla?
—No creo en esas tonterías. Soy enfermera.
—Ve por curiosidad. Lleva una foto de Javier, por si acaso.
Esa noche visitaron a la vecina, Tía Carmen, una mujer sencilla en bata, nada de “bruja”. Tomó la foto, encendió una vela y cerró los ojos. Olga reprimió una risa, esperando teatro.
—No fue él quien se fue. Te ama —dijo Tía Carmen.
Olga soltó una carcajada.
—¿Amor? ¡Si se fue con otra!
—No te rías. Hay un hechizo. A través de la comida. La madre de esa chica lo hizo. Quieren su dinero, no a él. Sin el hechizo, nunca te habría dejado.
—¿Un hechizo? ¡Es un hombre adulto!
—La madre es bruja. Les interesa el dinero. Él está mal, así pasa con los hechizos: euforia, luego debilidad. Hasta puede morir. El karma las alcanzará, pero tarde.
Olga se perturbó. Tía Carmen no pidió dinero, parecía sincera.
—¿Qué hago? Ya se fue.
—Tráelo a casa. Reza esta oración ante la Virgen. Yo haré lo demás. Deja la foto. En una semana mejorará.
Olga accedió, dubitativa. ¿Y si era cierto? Javier no contestaba. Tuvo que ir a la casa rural.
El taxi se detuvo frente al portón. Allí habían sido felices: asados, risas, bailes. Ahora llamaba a la ventana como una intrusa. Marina abrió.
—¿Olga? No esperaba verte… —Marina cruzó los brazos, desafiante, pero sus manos temblaban ligeramente.