¿El corazón? Solo tienes doce años, ¿qué sabes tú del corazón?
Sé que si late mal, el hombre se muere dijo la niña con una mirada seria. Voy a aprender a arreglarlos.
María creció junto a su padrastro. Su padre biológico abandonó a su madre cuando supo que estaba embarazada. Su madre murió en un accidente de coche cuando ella tenía ocho años.
El hombre guardó silencio un momento. Luego se acercó y le acarició el pelo.
Entonces prométeme algo, María. Cuando seas médico, no olvides este pequeño pueblo de donde viniste.
Te lo prometo, papá.
Y él sonrió.
No sabía entonces que esa promesa cambiaría su vida.
Años después
María creció, y el pueblo le quedó cada vez más pequeño para sus sueños. Tras el instituto, consiguió una beca para estudiar en el extranjero. La noche antes de partir, Juan le preparó su cena favorita: patatas asadas y tarta de queso.
¿Ya has hecho las maletas? preguntó él.
Sí, pero tengo miedo, padre Juan. Es muy lejos y no sé si podré.
El miedo es bueno, mi niña. Significa que te importa.
¿Y si no lo consigo?
Lo conseguirás. Siempre has sido la más lista del pueblo. Recuerda lo que te dije: un hombre sabio no es el que más sabe, sino el que no olvida de dónde viene.
María calló, con los ojos llenos de lágrimas.
No puedo creer que me vaya sin mi madre.
Juan respiró hondo.
Tu madre te ve. Desde allí, está orgullosa. Yo solo te llevo de la mano.
Por primera vez, María lo abrazó fuerte, sin miedo, y susurró:
Gracias, papá.
Diez años después
En un gran hospital de la capital, la doctora María Bueno era conocida por su serenidad. Tenía decenas de pacientes, colegas que la respetaban y una vida que muchos envidiarían.
Pero un día recibió una llamada:
¿Señorita Bueno? Soy el vecino de Juan, del pueblo. El pobre anciano no está bien. No quiere ir a la ciudad. Dice que le duelen los huesos, pero es peor de lo que admite.
María sintió un escalofrío.
Vuelvo a casa.
Al día siguiente, iba en tren, mirando por la ventana los campos abiertos. En su corazón se mezclaban la gratitud, la nostalgia y una culpa silenciosa.
Cuando llegó al pueblo, Juan estaba sentado en un banco frente a la casa, con una manta sobre las piernas.
¿Has venido por el médico ausente? dijo con una sonrisa débil.
Sí, padre Juan. Y no me iré nunca más.
Lo examinó, diagnosticó, trató. Pero no se detuvo ahí.
En semanas, comenzó a recorrer el pueblo, visitando a los mayores.
Doctoresita, ¡no tenemos dinero para pagarle! dijo una mujer avergonzada.
No necesito dinero, tía Isabela. Ustedes me dieron algo más valioso: mi infancia.
Juan la miraba desde la puerta, orgulloso, con los ojos húmedos.
Cumpliste tu promesa, niña. Arreglaste corazones empezando por el mío.
Meses después
María convirtió el antiguo centro cultural en una pequeña clínica. Con ayuda del ayuntamiento y algunos emigrantes, consiguió máquinas, medicinas y voluntarios.
Una tarde, tras un largo día, se sentó en el banco con Juan, mirando el atardecer.
¿Recuerdas lo que te decía cuando eras pequeña? preguntó él.
Que un hombre sabio no olvida de dónde viene.
Exacto. Tú volviste. Eso te hace más sabia que todos tus maestros.
María rio.
No volví por fama. Volví por paz. Aquí aprendí lo que era la vida.
Y aquí la vivirás.
El anochecer caía sobre el pueblo, los grillos cantaban. Juan respiró hondo.
Siempre te dije que llegarías lejos. No sabía que «lejos» seguiría estando aquí.
María le tomó la mano y dijo:
El hogar es donde te quieren. Lo demás son direcciones.
Con los años, el pueblo tuvo una clínica moderna, un pequeño laboratorio y un equipo de jóvenes voluntarios. En la pared del pasillo había un cuadro de una niña y un hombre sosteniendo un libro grueso bajo la lluvia.
Debajo, una placa decía:
*A mi padre Juan, que me enseñó que el corazón se cura no solo con ciencia, sino con amor.*
Y la doctora María, la médica del pueblo, sonreía cada vez que lo leía.
Cinco años habían pasado desde que María regresó para siempre. La clínica ahora era un edificio luminoso, con ventanales y olor a flores silvestres.
La gente venía de todas partes, no solo del pueblo, sino de los alrededores. Todos la llamaban «la doctora de corazón tierno».
Un día de otoño, al salir de su consulta, María vio a una niña pequeña en las escaleras, con una mochila rota.
Oye, ¿estás bien? preguntó María, agachándose.
Sí bueno, no. La tendera me mandó a buscar medicina para mi mamá, pero no tenemos dinero y me da vergüenza.
María la reconoció al instante. Era Ana, la hija de la viuda del otro extremo del pueblo.
No hay que avergonzarse por no tener dinero, cariño dijo con dulzura. Entra, hablamos.
Dentro, le ofreció té caliente y un trozo de bizcocho.
¿Cómo está tu madre?
No para de toser. Dice que no tiene sentido ir al médico.
Pues vamos las dos juntas, ¿vale?
La niña asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
Señora doctora cuando sea mayor, quiero curar a la gente como usted.
María sonrió.
Entonces prométeme algo: aprende, cree en ti.
¡Lo prometo!
Con el tiempo, María empezó a verla a diario. Ana venía después del colegio, se quedaba en la biblioteca y ayudaba en la clínica. Un día, María le regaló un libro grande, con ilustraciones del cuerpo humano.
Mira, esto es para ti. Fue mi primer libro de medicina.
¿En serio? preguntó la niña, mirándolo como un tesoro.
Sí. Ahora te toca a ti usarlo.
Ana sonrió de oreja a oreja.
Pero mamá dice que no tenemos dinero para la universidad.
Yo tampoco lo tenía. Pero tuve gente que creyó en mí. Ahora me toca creer en ti.
Años después, María adoptó legalmente a Ana. En el pueblo decían que «la doctora tiene una cerebrita que seguirá sus pasos».
Cada verano paseaban por las colinas, recolectaban flores para infusiones y hablaban de sueños.
Mamá, ¿por qué volviste al pueblo? preguntó Ana un día.
Porque aquí empezó todo dijo María. Y porque aquí está mi corazón.
Yo también volveré cuando acabe medicina declaró Ana, firme. ¡Tendremos dos consultas, juntas!
María rio con lágrimas en los ojos.
Eso es una promesa. ¡Y ya sabes que yo no las olvido!
Años más tarde
María, ahora con canas, estaba sentada en el banco frente a la clínica. El sol se ponía sobre los campos, y el pueblo olía a hierba fresca.
Un coche blanco se detuvo en la puerta. Ana bajó, vestida con una bata blanca, una bolsa médica al hombro.
¡Mamá! ¡He vuelto a casa







