—Lucía, entre nosotros se acabó —dijo fríamente Adrián—. Quiero una familia de verdad, hijos. Tú no puedes darme eso. He presentado los papeles del divorcio. Tienes tres días para recoger tus cosas. Cuando te vayas, avísame. Yo me quedaré en casa de mi madre hasta que prepare el piso para el niño y su madre. Ah, y no te sorprendas… ¡Mi nueva mujer está embarazada! Tres días, Lucía, no me hagas esperar.
Lucía se quedó en silencio, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Qué podía responder? Cinco años intentando tener un hijo, tres embarazos que terminaron en tragedia. Los médicos decían que estaba sana, pero cada vez algo salía mal. Lucía llevaba una vida saludable, y durante los embarazos se cuidaba aún más. La última vez, se había puesto mala en el trabajo, y la ambulancia no llegó a tiempo…
La puerta se cerró tras Adrián, y Lucía, agotada, se desplomó en el sofá. No tenía fuerzas ni para recoger. ¿Adónde ir? Antes de casarse vivía con su tía, pero esta ya no estaba, y su primo había vendido el piso. ¿Volver al pueblo, a la casa de su abuela en Pinar del Rey? ¿Buscar un alquiler? ¿Y el trabajo? Las preguntas se amontonaban, pero no tenía tiempo para pensar.
A la mañana siguiente, la puerta se abrió y entró su suegra, Carmen.
—¿No duermes? Mejor —dijo secamente—. Vine a asegurarme de que no te lleves nada que no sea tuyo.
—No pienso quedarme con los calcetines viejos de tu hijo —replicó Lucía—. ¿Vamos a revisar también mis cosas?
—¡Qué descarada! Antes eras tan dulce, tan callada… Yo ya le advertí a Adrián después del primer fracaso: tú no servirías para ser madre.
—¿Eso es todo lo que viniste a decir? Pues cállate y vigila.
—¿Y el servicio de porcelana? ¡Eso no es tuyo! —protestó Carmen.
—Es de mi tía, lo único que me queda de ella.
—¡Aquí va a quedar todo vacío!
—Eso ya no es mi problema. Al menos tú tendrás un nieto.
—¡Solo llévate lo tuyo!
—El portátil, la cafetera y el microondas son regalos de mis compañeros. El coche lo compré antes de la boda. Tu hijo tiene el suyo.
—Lo tienes todo, menos la capacidad de darle un hijo.
—Eso no es asunto tuyo. Si Dios no lo quiso, no se pudo.
—¿Y ni siquiera lo lamentas? ¿Seguro que no lo hiciste adrede?
—Deja de decir tonterías. Solo de pensarlo me duele.
Lucía miró alrededor: ya no quedaba nada suyo. El cepillo, los cosméticos, las zapatillas… Algo importante faltaba, pero la suegra la distraía. De pronto lo recordó: la figurita del gato, el recuerdo de su abuela. Dentro había un escondite con unos pendientes y un anillo— no valían mucho, pero para ella eran un tesoro. Adrián siempre lo llamaba “basura”. ¿Lo habría tirado? Lucía abrió la ventana del balcón.
—¿Qué buscas ahí? —rugió Carmen—. ¡Recoge y lárgate!
El gato seguía ahí, intacto. Ya podía irse.
—Aquí tienes las llaves. Adiós. Ojalá no nos veamos nunca más.
Pasó por la oficina, donde estaba de baja, pero pidió vacaciones.
—Lo siento mucho —dijo su jefe—, pero sin ti todo se paraliza. ¿Tres semanas bastarán? Mantente disponible, la mitad de los proyectos dependen de ti.
—Vale, me vendrá bien distraerme. Gracias.
—¿Necesitas ayuda?
—No.
—Gestionaré el pago de las vacaciones y la prima.
—Gracias, por cierto.
Lucía no buscó piso; se fue directa a Pinar del Rey. La casa de su abuela llevaba tres años vacía. Su madre había muerto en el parto, y ahora ella tampoco podría ser madre…
Una hora de carretera, y allí estaba: el viejo arce, las margaritas crecidas. La última vez que vino con Adrián hicieron una barbacoa. Aparcó en el patio —la llave del cobertizo estaba dentro— y al abrir la puerta, se heló. Silencio. En la mesa, tazas sucias y platos. ¡Ella lo dejó todo recogido! Alguien había estado allí.
Dos tazas, bricks de zumo vacíos, botellas del espumoso favorito de Adrián. No era de su última visita. ¿Había venido? ¿Con quién?
—Da igual —se dijo. Había que cambiar la cerradura. Un nuevo comienzo: limpieza, un baño caliente. Lavarse el pasado.
De pronto, golpes en la puerta, luego en la ventana.
—¿Quién es?
—¿Está todo bien? —preguntó una voz desconocida.
—Sí… —respondió, confundida.
Salió y encontró a un desconocido.
—Perdone, quizá le asusté —dijo él—. Soy su vecino. Le vi ocuparse del jardín y luego desapareció. Salía humo de la chimenea… Pensé que algo pasaba.
—Gracias, todo está bien.
—¿Es usted familiar de Adrián? Vino hace poco con una mujer… ¿Su hermana?
—No, casi su exmujer. El divorcio está en trámite.
—¿La casa es suya?
—Sí.
—Yo estoy temporalmente en casa de un amigo. También me divorcio. Si necesita algo, llámeme. Me llamo Javier.
—Lucía. Oye, ¿sabes cambiar cerraduras?
—Sí. Dígame cuándo.
—Cuanto antes. Mañana compraré una.
—Déjeme a mí, si no, elegirá mal. Igual he de ir al pueblo.
—Vale.
Pasaron dos semanas. Le quedaba una de vacaciones, pero no quería volver a la ciudad. Adrián no llamó, solo envió la fecha del divorcio. Era mejor así; no soportaría verlo.
El sábado, Javier la invitó a pasear al río. Lucía no buscaba nada, pero un paseo no hacía daño. Lo pasaron bien y volvieron para comer. Al llegar, un coche estaba frente a la casa. Adrián acababa de llegar. Bajó y ayudó a salir a una mujer embarazada.
Lucía y Javier se acercaron. Adrián forcejeaba con la cerradura.
—¿Qué es esto? —bufó él.
—Y nosotros, ¿qué hacemos aquí? —dijo Lucía en voz alta—. ¿Entrando en casa ajena?
Adrián se quedó pálido.
—¡Esta es nuestra casa! —chilló su acompañante.
—¿Ah, sí? ¿Quién te lo dijo? ¿Adrián? Esta es mi casa. Lárguense.
—Adri, ¿qué dice? ¿Quién es? ¿Tu ex? ¡Echadla! —gritó la mujer.
Lucía y Javier rieron. Adrián, mudo, la metió en el coche y se fue.
—Va a tener una vida interesante —comentó Javier.
—Pero le dará un hijo. Yo no pude. Tres veces. Lo siento.
—Mi ex y yo nos separamos porque ella no quería hijos…
Pasaron cuatro años. Lucía se encontró a su exsuegra en el supermercado.
—¡Lucía, no te reconozco! —exclamó Carmen—. ¿Estás… embarazada?
—Sí —sonrió Lucía, acariciando su vientre.
—A Adrián le va mal. El niño nació débil, algo de la línea masculina. Su mujer lo abandonó con el bebé… ¿Y tú? ¿Has decidido ser madre sola?
—No, tengo familia. Me esperan.
—Perdóname por todo…
—Le deseo paciencia.
CarmCarmen los vio alejarse, con Javier sosteniendo la mano de Lucía y su pequeña hija, una niña idéntica a su madre, riendo bajo el sol de la tarde.