**Corazón roto por la esperanza: camino a una nueva felicidad**
«Lucía, entre nosotros todo se ha acabado —dijo Marcelo con frialdad—. Quiero una familia de verdad, hijos. Tú no puedes dármelos. He presentado los papeles del divorcio. Tienes tres días para irte. Cuando lo hagas, mándame un mensaje. Me quedaré en casa de mi madre mientras acondiciono el piso para el niño y su madre. Sí, no te sorprendas, mi nueva mujer está embarazada. ¡Tres días, Lucía!»
Lucía guardó silencio, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Qué podía responder? Llevaban cinco años intentando tener un hijo, pero tres embarazos terminaron en tragedia. Los médicos insistían en que estaba sana, pero cada vez algo fallaba. Lucía llevaba una vida saludable, y durante los embarazos se cuidaba aún más. La última vez se sintió mal en el trabajo, la ambulancia no llegó a tiempo…
La puerta se cerró tras Marcelo, y Lucía, exhausta, se desplomó en el sofá. No tenía fuerzas para empacar. ¿Adónde ir? Antes de casarse vivía con su tía, pero ya no estaba, y su hijo vendió la casa. ¿Volver al pueblo de Arroyo del Pino, a la casa de su abuela? ¿Buscar un alquiler? ¿Y el trabajo? Las preguntas se agolpaban en su mente, pero no había tiempo para pensar.
A la mañana siguiente, la puerta se abrió y entró su suegra, Margarita Sánchez.
«¿No duermes? Mejor —dijo secamente—. He venido a asegurarme de que no te lleves nada que no sea tuyo».
«No pienso llevarme los calcetines viejos de tu hijo —replicó Lucía—. ¿Vas a contar hasta mis zapatos?»
«¡Qué descarada! Antes eras tan dulce, tan callada. Ya le dije a Marcelo después del primer intento que no podrías darle un hijo».
«¿Has venido solo para eso? Pues cállate y vigila».
«¿Y ese servicio de té? —se alarmó Margarita—. ¡Es de la familia!»
«Es mío, un recuerdo de mi tía».
«¡Sin él, la casa quedará vacía!»
«Eso ya no es mi problema. Al menos tú tendrás un nieto».
«¡Solo lo tuyo!»
«El portátil es mío, la cafetera y el microondas son regalos de mis compañeros. El coche lo compré antes de la boda. Tu hijo tiene el suyo».
«Lo tienes todo, menos hijos».
«No es asunto tuyo. Si Dios lo quiso así…»
«No te arrepientes, ¿verdad? ¿O lo hiciste a propósito?»
«Qué tonterías dices. Ni siquiera quiero pensarlo».
Lucía miró alrededor: ya no quedaba nada suyo. El cepillo, los cosméticos, las zapatillas… Algo importante faltaba. La suegra no la dejaba concentrarse. De pronto lo recordó: la figurilla del gato, un recuerdo de su abuela. Dentro tenía un escondite con unos pendientes y un anillo; nada valioso, pero lleno de significado. Marcelo lo llamaba «trasto». ¿Lo habría tirado? Lucía abrió la ventana del balcón.
«¿Qué buscas ahí? —gritó Margarita—. ¡Recoge tus cosas y lárgate!»
El gato estaba allí, intacto. Ahora sí podía irse.
«Toma las llaves. Adiós. Espero no volver a verte».
Pasó por la oficina. Estaba de baja, pero pidió vacaciones.
«Lo sentimos mucho —dijo su jefe—. Pero sin ti todo se complica. ¿Tres semanas? Mantente disponible, la mitad de los proyectos dependen de ti».
«Bien, me distraerá. Gracias».
«¿Necesitas ayuda?»
«No».
«Haré lo posible con el pago de las vacaciones y la prima».
«Gracias, por cierto».
Lucía no buscó piso; se dirigió a Arroyo del Pino. La casa de su abuela llevaba tres años vacía. Nunca conoció a su madre, que murió al dar a luz. Y ahora ella tampoco podría ser madre…
Una hora de viaje, y llegó. El viejo olmo, las margaritas crecidas. La última vez que estuvo con Marcelo habían hecho una barbacoa. Aparcó en el patio; la llave del cobertizo estaba dentro. Al abrir la puerta, se heló. Silencio. Sobre la mesa, tazas y platos sucios. ¡Ella lo dejó limpio la última vez! Alguien había estado allí.
Dos tazas, envases de zumo vacíos, botellas del cava favorito de Marcelo. No era de su última visita. Él había vuelto. ¿Con quién?
«Da igual —pensó Lucía—. Hay que cambiar las cerraduras». Un nuevo comienzo: limpieza, un baño caliente. Quería borrar el pasado.
De pronto, llamaron a la puerta, luego a la ventana.
«¿Quién es?»
«¿Está todo bien?»
«Sí…», respondió, sorprendida.
Afuera había un desconocido.
«Perdone si la asusté —dijo—. Soy su vecino. La vi llegar y luego noté humo. Pensé que podía haber un problema».
«Gracias, todo está bien».
«¿Es usted familiar de Marcelo? Vino hace poco con una mujer… ¿Es su hermana?»
«No. Su casi exmujer. El divorcio está en trámite».
«¿La casa es suya?»
«Sí».
«Yo estoy temporalmente en casa de un amigo. También me divorcio. Mañana estaré libre. Si necesita algo, avíseme. Soy Pablo».
«Lucía. Oye, ¿sabes cambiar cerraduras?»
«Sí. Dígame cuándo».
«Cuanto antes. Mañana compraré una».
«Déjeme ver qué tipo necesita, yo voy a la ciudad».
«Vale».
Pasaron dos semanas. Quedaba una de vacaciones, pero Lucía no quería volver a la ciudad. Marcelo no llamó; solo envió la fecha del divorcio. Mejor así; no soportaba verlo.
El sábado, Pablo la invitó a pasear junto al río. Ella no buscaba nada, pero la idea le pareció buena. Al volver, encontraron el coche de Marcelo frente a la casa. Él acababa de llegar, ayudando a bajar a una mujer embarazada.
Lucía y Pablo se acercaron. Marcelo forcejeaba con el cerrojo nuevo.
«¿Qué es esto?», protestó.
«¿Qué hacemos aquí? —dijo Lucía alto—. ¿Entrando en casa ajena?»
Marcelo palideció.
«¡Es nuestra casa! —chilló su acompañante—. Marcelo, ¿quién es?»
«¿Ah, sí? ¿Quién te dijo eso? —replicó Lucía—. Esta es mi casa. Largo».
«¡Mari, échala!», gritó la mujer.
Lucía y Pablo se rieron. Marcelo la metió en el coche y se fueron.
«Va a tener una vida divertida —comentó Pablo—».
«Pero le dará un hijo. Yo no pude. Tres veces. Lo siento».
«Mi ex nunca quiso tener hijos…».
Cuatro años después, Lucía se encontró con Margarita en el supermercado.
«¡Lucía, no te reconocía! —exclamó—. ¿Estás… embarazada?»
«Sí —sonrió Lucía, acariciando su vientre—».
«A Marcelo le ha ido mal. El niño nació enfermo, algo de su línea paterna. La mujer lo abandonó. ¿Y tú? ¿Decidiste ser madre sola?»
«No, tengo familia. Me esperan».
«Perdón por todo…».
«Paciencia, Margarita».
La suegra la vio alejarse. Lucía caminaba junto a Pablo, que le sostenía la mano. De la otra, tiraba su hija, idéntica a ella.