**Corazón roto por la esperanza: el camino hacia una nueva felicidad**
«Lucía, entre nosotros se acabó —dijo Álvaro con frialdad—. Quiero una familia de verdad, hijos. Tú no puedes dármelos. He presentado el divorcio. Tienes tres días para recoger tus cosas. Cuando te vayas, avísame. Me quedaré en casa de mi madre mientras preparo el piso para el bebé y su madre. ¡Sí, no te sorprendas, mi nueva mujer está embarazada! Tres días, Lucía. Ni uno más».
Lucía guardó silencio, sintiendo cómo el suelo se hundía bajo sus pies. ¿Qué podía decir? Cinco años intentando tener un hijo, tres embarazos truncados. Los médicos aseguraban que estaba sana, pero algo siempre fallaba. Lucía llevaba una vida saludable, y durante los embarazos se cuidaba aún más. La última vez, se desmayó en el trabajo, la ambulancia no llegó a tiempo…
La puerta se cerró de golpe tras Álvaro, y Lucía, exhausta, cayó sobre el sofá. No tenía fuerzas para recoger sus pertenencias. ¿Adónde ir? Antes de casarse vivía con su tía, pero esta ya no estaba, y su primo vendió el piso. ¿Volver al pueblo de su abuela, Villanueva? ¿Buscar un alquiler? ¿Y el trabajo? Las preguntas se amontonaban en su mente, pero no había tiempo para pensar.
A la mañana siguiente, la suegra, Carmen María, entró sin llamar.
«¿Despierta? Mejor —dijo secamente—. He venido a asegurarme de que no te lleves nada que no sea tuyo».
«No pienso quedarme con los calcetines viejos de su hijo —replicó Lucía—. ¿Vamos a revisar mis cosas una por una?».
«Qué descarada. Antes eras tan dulce, tan callada. Desde el primer aborto le dije a Álvaro que no podrías darle un hijo».
«¿Para eso ha venido? Entonces cállese y vigile».
«¿Por qué te llevas la vajilla? —se alarmó la suegra—. ¡Eso es de la familia!».
«Es mía, un regalo de mi tía. Un recuerdo».
«¡Quedará vacío sin ella!».
«Eso no es mi problema. Al menos usted tendrá un nieto».
«¡Llévate solo lo tuyo!».
«El portátil es mío, igual que la cafetera y el microondas. Regalos de mis compañeros. El coche lo compré antes de casarnos. Su hijo tiene el suyo».
«Lo tienes todo, menos lo importante: un hijo».
«No es asunto de nadie. Si Dios no quiso, por algo será».
«¿Ni siquiera lo lamentas? ¿O acaso lo hiciste a propósito?».
«Qué disparate. Solo de pensarlo me duele».
Lucía miró alrededor: ya no quedaba nada suyo. El cepillo, los cosméticos, las zapatillas… Había olvidado algo importante. La suegra no le dejaba concentrarse. ¡La figurilla del gato! Un recuerdo de su abuela. Dentro había un escondite con unos pendientes y un anillo, sin valor material, pero llenos de cariño. Álvaro siempre la llamó «trasto». ¿La habría tirado? Lucía abrió la ventana del balcón.
«¿Qué buscas ahí? —gritó Carmen María—. ¡Recoge tus cosas y lárgate ya!».
El gato estaba intacto. Todo seguía en su sitio. Ahora sí podía marcharse.
«Tome las llaves. Adiós. Ojalá no volvamos a vernos».
Pasó por la oficina. Estaba de baja, pero pidió vacaciones.
«Lo siento mucho —dijo su jefe—, pero sin ti estamos perdidos. ¿Tres semanas? Mantente localizada, la mitad de los proyectos dependen de ti».
«Vale, me distraerá. Gracias».
«¿Necesitas ayuda?».
«No».
«Haré lo posible con las vacaciones y la prima».
«Se lo agradezco».
Lucía no buscó piso. Se dirigió a Villanueva, al hogar de su abuela, vacío desde su muerte hacía tres años. Su madre murió al dar a luz; ahora ella tampoco sería madre.
Una hora de camino, y llegó. El viejo arce, las margaritas crecidas entre la hierba. La última vez que estuvo allí con Álvaro fue en otoño, haciendo una barbacoa. Dejó el coche en el patio. La llave del cobertizo estaba dentro. Al abrir la puerta, se quedó inmóvil. Silencio. Sobre la mesa, tazas sucias, platos sin lavar. Ella lo dejó todo limpio la última vez. Alguien había estado allí.
Dos tazas, envases de zumo vacíos, botellas del cava favorito de Álvaro. No era de otoño. Él había vuelto. ¿Con quién?
«Da igual», pensó. Había que cambiar la cerradura. Un nuevo comienzo, limpiar, un baño caliente. Quería borrar el pasado.
De repente, llamaron a la puerta.
«¿Quién es?».
«¿Está todo bien?».
«Sí…», respondió, sorprendida.
Afuera había un desconocido.
«Perdone si la asusté —dijo—. Soy su vecino. La he visto ocupada todo el día, luego desapareció y salía humo de la chimenea. Pensé que podría haber un problema».
«Gracias, estoy bien».
«¿Es pariente de Álvaro? Vino con una mujer hace poco… ¿Hermana?».
«No. Su casi exmujer. El divorcio está en trámite».
«¿La casa es suya?».
«Sí».
«Soy el vecino temporal, me quedo en casa de un amigo. También divorciado. Si necesita algo, avíseme. Soy Javier».
«Lucía. Oye, ¿podrías cambiar la cerradura?».
«Claro. Dígame cuándo».
«Cuanto antes. Mañana compraré una».
«Déjeme a mí, escogeré la adecuada. Justo tengo que ir a la ciudad».
«Vale».
Pasaron dos semanas. Quedaba una de vacaciones, pero Lucía no quería volver a la ciudad. Álvaro no contactó, solo envió la fecha del divorcio. Mejor así; no soportaba verlo.
Un sábado, Javier la invitó a pasear por el río. No buscaba nada, pero un paseo era inofensivo. La tarde fue agradable. Al regresar, un coche estaba frente a la casa: el de Álvaro. Acababa de llegar. La puerta se abrió. Él salió y ayudó a una mujer embarazada.
Lucía y Javier se acercaron. Álvaro forcejeaba con el cerrojo.
«¿Qué es esto? —protestó—. ¡No se abre!».
«¿Qué hacen aquí? —preguntó Lucía en voz alta—. ¿Intentando entrar en una casa ajena?».
Álvaro palideció.
«¡Es nuestra casa! —chilló su acompañante—. ¡Míriam, hazla callar!».
«¿Ah, sí? ¿Y quién te lo dijo? ¿Álvaro? Esta casa es mía. Largo de aquí».
La mujer gritó, pero Álvaro la empujó al coche y se marchó.
«Va a tener una vida interesante —dijo Javier—. La pobre criatura».
«Pero al menos le dará un hijo. Yo no pude. Tres veces. Lo siento».
«Mi ex no quería niños… Por eso nos separamos».
Cuatro años después, Lucía se encontró con su exsuegra en el supermercado.
«¡Lucía, no te reconozco! —exclamó Carmen María—. ¿Estás… embarazada?».
«Sí —sonrió Lucía, acariciando su vientre—».
«Álvaro no tiene suerte. El niño nació débil, algo genético. La mujer lo abandonó, se fue con el pequeño. ¿Y tú? ¿Has decidido ser madre soltera?».
«No, tengo una familia. Me esperan«Con paciencia y tiempo, todo se cura», pensó Lucía mientras caminaba hacia el coche, donde Javier y su hija la esperaban con sonrisas que valían más que mil palabras.