“Rompió su corazón, pero no la derrotó: la historia de una mujer que tuvo que empezar de cero”
— Jorgito, ¡estoy embarazada! — dijo Julia nada más entrar, sin darle tiempo a reaccionar. Él se quedó quieto, miró al suelo y suspiró: — Bueno… si ya está hecho — y le dio un beso rápido en la mejilla, como escondiendo sus verdaderos sentimientos.
Julia se enamoró de Jorge cuando todavía estudiaba en la universidad. Él trabajaba en la empresa donde ella hacía sus prácticas. Joven, guapo, ya subjefe de departamento… parecía de otro mundo. Una chica tímida de provincias como ella ni soñaba con que se fijara en ella. Pero el último día de prácticas, él se acercó, le regaló una caja de bombones y la invitó a salir esa noche. Así comenzó su historia.
En su primera cita, él le confesó que había crecido sin padres. Su madre se volvió a casar y se fue, dejándolo al cuidado de su abuela. Julia no le contó que sus propios padres tampoco se habían interesado por ella. Toda su infancia fue frío, indiferencia, ni un rayo de calor. Ambos sabían lo que era la soledad, y quizá por eso se rindieron tan rápido.
Al mes, Julia se mudó con Jorge a un piso de alquiler. Luego vinieron la boda, sin lujos, sencilla, pero llena de esperanza. Soñaban con un futuro, con una casa propia, con una vida tranquila. Lo único que los separaba era el tema de los hijos. Julia los deseaba desde hacía tiempo, pero Jorge siempre ponía excusas: “Estamos bien así, ¿para qué correr?”
Cuando el test dio positivo, Julia tardó días en decírselo. Temía sus reproches. Pero al final reunió valor.
— Vamos a ser padres, ¿estás contento? — preguntó ella.
— Pensaba que sería más tarde… — respondió él, sin disimular su decepción.
No fue a la primera ecografía. Esperó en el coche. Y Julia salió con los ojos llenos de lágrimas y alegría: gemelos. Dos pequeños corazones latiendo dentro de ella.
— ¿¡Gemelos!? — Jorge palideció. — No, esto no estaba en los planes. Hazte un aborto.
— ¿¡Qué estás diciendo!? Los he visto… No podría… — lloraba Julia.
Ella esperó que lo aceptaría, que entendería. Pero cada día se alejaba más. La criticaba por engordar, le decía que ya no era la misma. Ella lo ignoraba. Con el nacimiento de los niños, todo empeoró.
Sofía y Lucía —las gemelas— se convirtieron en su vida. Y Jorge… trabajaba hasta tarde, se distanciaba, no ayudaba. Julia lo aguantó todo —por sus hijas, por amor, por la familia—.
Cuando las niñas cumplieron año y medio, habló de volver a trabajar. Jorge se sentó frente a ella, mirando al suelo:
— Al final lo sabrás… Tengo a otra. No las abandonaré, pero me voy con ella.
Julia se quedó muda.
— ¡Dijiste que nunca harías lo que tus padres! — sollozó.
Se fue. Al principio visitaba a las niñas, luego desapareció. Julia se quedó sola. Sin dinero, sin apoyo. ¿Volver al pueblo? Allí no había trabajo. Aquí había trabajo, pero no tenía dónde vivir.
Su jefe la ayudó —le consiguió una habitación en una residencia—. Un cuarto pequeño, reformas, dos niñas… se las arreglaba. Un día, luchando con el carrito en la calle, oyó una voz:
— Déjeme ayudarle. Soy Pedro. Vivo cerca.
La ayudó sin preguntar. Luego se ofreció a arreglar cosas. Empezó a recoger a las niñas de la guardería. Julia al principio se resistía —tenía miedo—, pero poco a poco Pedro se hizo imprescindible.
Era sencillo, de fiar. Su ex mujer lo abandonó por un amigo al saber que él no podía tener hijos. Y aquí estaban dos niñas que acabó queriendo como propias.
Cuando le pidió matrimonio, Julia se negó al principio.
— Tengo hijas. Tú necesitas una mujer sin ataduras.
— Te quiero a ti. Y ellas no son un problema, son mi familia.
Se casaron. Y justo una semana después, Jorge reapareció.
— Julia, perdóname. Lo entendí todo. Empecemos de nuevo…
— Demasiado tarde. Estoy casada. Mis hijas tienen un padre de verdad.
Pedro salió desde atrás.
— Te presento a mi marido.
Jorge giró la cabeza, hizo un gesto con la mano y se fue… para siempre.
Pasó un año. Julia y Pedro compraron su casa. Del paradero de Jorge, ella no sabía. Ni le importaba. Porque la felicidad no es quien promete, sino quien se queda.







