Corazón Robado

El corazón robado

Este invierno en Castilla ha sido implacable: los termómetros marcan bajo cero, helando todo a su paso, y por la noche el frío arrecia aún más, como si la naturaleza misma quisiera poner a prueba a la gente.

—Juan, abrígate bien. Ponte el jersey de lana que te hice —le dice su mujer, Elena, mientras lo despide rumbo al trabajo.

A pesar del frío, el ganado no espera. Las vacas hambrientas reclaman su atención. Juan, ya mayor y cerca de la jubilación, sigue con su rutina. Elena se queda en casa esperando a su hija y al nieto, pero recibe una llamada desde la ciudad:

—Mamá, con este frío, mejor no nos arriesgamos. Iremos el fin de semana que viene.

—Haces bien, hija. ¿Y si se estropea el autobús con este tiempo? Cuídate, y al pequeño también —responde Elena, disimulando la preocupación.

Al colgar, se queda pensativa, sumergida en recuerdos. La memoria la lleva a un invierno casi cincuenta años atrás, cuando ella, una jovencita llamada Elenita, fue con su amiga Luisa al pueblo de la abuela de esta. También entonces el frío era intenso, pero la juventud todo lo puede.

—Elenita, ¡ven conmigo a casa de la abuela! —la convenció Luisa—. Son vacaciones de invierno, sola me aburro, y verás nuestro pueblo. Eso sí, queda lejos del último autobús, pero nos las arreglaremos.

Ambas tenían dieciséis años. Elenita, tras convencer a su madre, se preparó para el viaje. Con ropa abrigada y ánimos de sobra, el frío no las amedrentaba. El autobús las dejó en un pueblo grande, pero el conductor se negó a seguir:

—¡Hasta aquí! La carretera está cortada por la nieve, ni un tractor ha pasado. No voy a arriesgarme —dijo, ignorando las protestas.

Elenita y Luisa bajaron con los demás.

—Quedan unos doce kilómetros hasta el pueblo —susurró Luisa—. Con este frío, mejor vamos a casa de tía Carmen, una hermana de mi madre. Pasamos la noche y mañana vemos.

Así lo hicieron. Tía Carmen les dio un plato caliente de cocido, té con miel y las acomodó en una habitación pequeña. A la mañana siguiente, un vecino, el tío Manuel, accedió a llevarlas en su carro. Tía Carmen ya lo había convencido la noche antes:

—Manuel, haz el favor, que tienen que llegar a casa de la abuela.

—¿Cómo no? —respondió él con amabilidad—. Las llevaré en un santiamén.

Las chicas se subieron al carro.

—Chiquillas, abrigaos bien con esta manta, que si no, os congelaréis —dijo Manuel, arropándolas antes de arrancar.

El carro avanzó por el camino nevado. Tras el pueblo, un bosque de pinos daba paso a la llanura blanca e infinita. El camino estaba irregular, pero el caballo avanzaba seguro.

—Tío Manuel, ¿cuántos años tiene usted? —preguntó Luisa para romper el silencio.

—Casi setenta y cinco —respondió con una sonrisa—. Pero todavía estoy fuerte. En verano cuido las ovejas, soy pastor. La llanura es preciosa entonces, todo florece. Vendréis en verano, ¡ya veréis!

**Un narrador con alma**

El tío Manuel era querido en el pueblo. Amable y franco, sabía contar historias que hacían olvidar el frío y el viaje. Charlaron de trivialidades, pero de pronto, él, entornando los ojos, dijo:

—Por este mismo camino, chiquillas, traje a mi Ana. Hace ya cincuenta años. Podríais decir que me la robé…

—¿Que la robó? —exclamó Luisa—. ¡Cuéntenos, tío Manuel!

—¿La abuela Ana, la que nos despidió? —preguntó Elenita.

—Esa misma, mi Anita —asintió él, con los ojos brillantes—. Entonces era una chiquilla como vosotras.

Las dos callaron, expectantes.

—Fue hace mucho —empezó Manuel—. Vine a este pueblo porque mi padre me mandó a ver a su hermano, el tío Rafael. Yo tenía veinticinco años, soltero, buscando una mujer que me robara el corazón. Y en mi pueblo no la encontré.

Llegó a casa del tío Rafael, donde su hijo, Paco, casi de su edad, lo recibió.

—¡Hola, Manolo! —le dijo Paco—. Mi padre está en el establo, ya vuelve. Esta noche vamos al baile, ¡verás qué chicas hay!

En el baile, la música sonaba fuerte. Las muchachas bailaban, arrastrando a Manuel a la pista. Pero él, sin aliento, vio entrar a una joven. Baja, con una trenza castaña, botas blancas y un abrigo sencillo, se quitó el pañuelo mostrando mejillas sonrosadas por el frío.

—Paco, ¿quién es? —preguntó Manuel sin apartar la vista.

—Ana, la hija del tío Santiago, nuestro vecino. Es buena, pero su padre es un lobo. Nadie se mete con él —le advirtió Paco.

Manuel no dudó. Se acercó a Ana y bailaron toda la noche, riendo y charlando. Era alegre y sincera. Paco se fue, dejándolos solos ante su puerta.

Desde entonces, Manuel volvió a menudo. Ana lo trastornaba, no lo dejaba en paz. Pero un día, al hablar de boda, ella rompió a llorar:

—Mi padre no me dejará irme de aquí. Dice que soy muy joven y que ya tiene un novio local para mí. Me ha prohibido verte.

—No, Ana, tú eres mía —dijo Manuel con firmeza—. Espérame, volveré por ti.

**La huida en la noche**

Manuel calló, mirando la llanura nevada como si reviviera aquellos días. Luisa, impaciente, lo animó:

—¿Y luego, tío Manuel?

—Luego vino el rechazo —suspiró—. El padre de Ana, Santiago, me cerró la puerta. Dijo que su hija no se iría conmigo, que se casaría con alguien del pueblo. Pero yo sabía que Ana me quería. Sin ella, mi vida no era nada.

Manuel volvió con Paco y le pidió que avisara a Ana: en tres días la buscaría. Esa noche, en la oscuridad, la esperó a las afueras. Ana salió de casa con un hatillo, temblando de miedo al subir al carro.

—Tengo miedo de que mi padre nos alcance —susurró.

Manuel espoleó al caballo, pero pronto oyeron galopes tras ellos. Una persecución. Podría haber huido, llegar a su pueblo y casarse, pero le avergonzaba escapar.

—Ana, no dejaré que te lleven —dijo, deteniendo el carro—. No es de hombres huir de tu padre.

Santiago, rojo de furia, llegó junto al carro. Le dio un latigazo, pero Manuel ni se inmutó, mirándolo a los ojos. Santiago lo agarró de la camisa, gritando amenazas:

—¡Si vuelves a acercarte a mi hija, te mato!

—Tío Santiago, máreme si quiere, pero amo a Ana. No viviremos felices el uno sin el otro —respondió firme.

Quizás sus palabras lo conmovieron, o quizás Santiago pensó en la felicidad de su hija, pero al final cedió.

—Tu madre está enferma, sabiendo que te escapaste. Da la vuelta y vamos a casa. Allí lo arreglaremos.

Manuel confió. Aunque severo, Santiago era hombre de palabra.

—Nos dieron su bendición —terminó Manuel, sonriendo—. Luego hice las cosas como Dios manda, y nos casamos. Y así, chiquillas, llevamos cincuenta años juntos.

—¡Qué historia!Y ahora, mientras Elena contempla el paisaje nevado desde su ventana, sonríe al recordar cómo el amor verdadero, como el de Manuel y Ana, sigue resistiendo el paso del tiempo.

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