Corazón Robado

**Corazón Robado**

Este invierno en Castilla ha sido implacable: cuarenta grados bajo cero helaban todo, y de noche el termómetro caía aún más, como si la naturaleza misma pusiera a prueba nuestra resistencia.

“Alberto, abrígate bien, ponte el jersey, ese de lana que te hice”, le decía Isabel a su marido al despedirlo hacia el trabajo.

A pesar del frío, las tareas de la granja no esperaban. Las vacas, hambrientas e impacientes, reclamaban atención. Alberto, ya mayor, cerca de la jubilación, se preparaba con la rutina de siempre. Isabel se quedó en casa, esperando a su hija y al nieto, pero esta llamó desde la ciudad:

“Mamá, con este frío no nos arriesgaremos. Iremos el próximo fin de semana”.

“Tienes razón, hija. ¿Y si el autobús se estropea con este tiempo? Cuídate tú y al pequeño”, respondió Isabel, disimulando la preocupación.

Al colgar, se quedó quieta, sumergida en los recuerdos. Volvió a aquel invierno, hace casi cincuenta años, cuando ella, la joven Isa, junto a su amiga Rosa, fue a un pueblo remoto donde vivía la abuela de Rosa. También entonces los inviernos cortaban, hasta treinta y cinco bajo cero, pero la juventud lo soportaba todo.

“Isa, ¡ven conmigo a ver a la abuela!”, insistía Rosa. “Son vacaciones de Navidad, estaré sola, y así conoces mi pueblo. Eso sí, desde el pueblo hay que caminar un poco, pero nos apañaremos”.

Ambas tenían dieciséis. Isa convenció a su madre y se preparó para el viaje. Ropa abrigada, ánimo decidido: el frío no las asustaba. El autobús las dejó en un pueblo grande, pero el conductor se negó a seguir:

“¡Hasta aquí! La carretera está bloqueada, ni el tractor ha pasado. No arriesgaré mi vehículo”, gruñó, ignorando las protestas.

Isa y Rosa, como el resto, bajaron.

“Isa, son doce kilómetros hasta el pueblo”, suspiró Rosa. “No podemos caminar con este frío. Vamos a casa de tía Carmen, la hermana de mi madre. Pasamos la noche y mañana decidimos. Mi madre me dio su contacto por si acaso”.

Así lo hicieron. Tía Carmen les sirvió un caldo caliente, les ofreció té con miel y las acomodó en una habitación pequeña. Por la mañana, el vecino, tío Manuel, accedió a llevarlas al pueblo en su trineo. Tía Carmen ya lo había convencido la noche anterior:

“Manuel, lleva a las chicas, que necesitan ir con la abuela”.

“¿Cómo no?”, respondió él con amabilidad. “Las llevaré como el viento”.

Isa y Rosa se subieron al trineo.

“Eh, chicas, abrigaos bien con la manta, ¡que no os congeléis!”, les advirtió Manuel, arropándolas con cuidado antes de hacer avanzar al caballo.

El trineo se deslizó sobre la nieve. Tras el pueblo se extendía un bosque de pinos y luego la estepa infinita, cubierta de blanco. El camino era irregular, en parte borrado por la nieve, pero el caballo avanzaba seguro.

“Tío Manuel, ¿cuántos años tiene usted?”, preguntó Rosa para romper el silencio.

“Cerca de los setenta y cinco”, contestó sonriendo. “Pero aún estoy fuerte. En verano pastoreo ovejas, soy pastor. La estepa en verano es un espectáculo: todo florece, huele a tomillo. ¡Volved en verano y lo veréis!”.

**El narrador con alma**

Tío Manuel era querido en el pueblo. Bondadoso y sincero, sabía contar historias que hacían olvidar el frío y el largo viaje. Charlaron de trivialidades, pero de pronto, entrecerrando los ojos, dijo:

“Por este camino, chicas, traje a mi Ana. Hace mucho, cincuenta años. Podría decirse que la robé…”.

“¿La robó?”, exclamó Rosa. “¡Cuéntenos, tío Manuel!”.

“¿La abuela Ana que nos despidió?”, añadió Isa.

“Ella, mi Anita”, asintió él, con los ojos brillantes. “Entonces era una muchacha, joven como vosotras”.

Las chicas callaron, ansiosas por escuchar.

“Fue hace mucho”, comenzó Manuel. “Fui a ese pueblo adonde os llevo. Mi padre me envió a ver a su hermano, tío Rafael. Yo tenía veinticinco, soltero, buscando una novia que me encendiera el corazón. En mi pueblo no la encontré”.

Llegó Manuel a casa de tío Rafael, cuyo hijo, Luis, tenía su misma edad.

“¡Hola, Manolo!”, lo recibió Luis. “Padre está en el establo, ya vuelve. Esta noche vamos a la verbena, ¡las chicas de aquí son extraordinarias!”.

En la verbena, la música sonaba fuerte. Las chicas bailaban, invitando a Manuel a unirse. Él, sin aliento, vio a *ella*: la que acababa de entrar. Bajita, de larga trenza castaña, con botas de fieltro y chaquetón pulcro, se quitaba el pañuelo, las mejillas rojas por el frío.

“Luis, ¿quién es?”, preguntó Manuel sin apartar la vista.

“Ana, la hija de tío Gregorio, el vecino. Buena chica, pero su padre es un lobo. Nadie se mete con él”, contestó Luis.

Manuel no dudó: se acercó a Ana. Bailaron toda la noche, rieron, hablaron. Ella era alegre y franca. Luego, Luis y él la acompañaron a casa. Luis se fue, dejándolos solos en la puerta.

Desde entonces, Manuel visitaba el pueblo a menudo. Ana lo trastornaba, no le daba paz. Pero un día, al hablar de boda, ella rompió a llorar:

“Mi padre no me dejará ir a otro pueblo. Dice que es pronto, que ya hay un pretendiente local. Me prohíbe verte”.

“No, Ana, tú eres mía”, afirmó Manuel. “Espérame, volveré por ti”.

**Persecución en la noche**

Manuel calló, mirando la estepa nevada como si reviviera aquellos días. Rosa lo animó:

“¿Y entonces, tío Manuel?”.

“Entonces vino el rechazo”, suspiró. “Gregorio, el padre de Ana, me echó. Dijo que su hija no se iría, que se casaría con alguien del pueblo. Pero yo sabía: Ana me amaba. Sin ella, no tenía vida”.

Volvió donde Luis y le pidió que avisara a Ana: en tres días iría por ella. En la noche acordada, la esperó a las afueras. Ana salió de casa con un hatillo, subió al trineo temblando de miedo.

“Tengo miedo, mi padre nos perseguirá”, susurró.

Manuel espoleó al caballo, pero oyó galopes detrás. La persecución. Podría haber huido, llevarla a su pueblo y casarse. Pero le avergonzaba escapar.

“Ana, no dejaré que te lleven”, dijo, deteniendo el trineo. “No es de hombres huir de tu padre”.

Gregorio, rojo de furia, se acercó. Azotó a Manuel con el látigo, pero él no se inmutó, mirándolo fijo. Gregorio lo agarró, gritando amenazas:

“¡Si te acercas a mi hija otra vez, te mato!”.

“Señor Gregorio, má”Tras una noche de discusión, Gregorio, con lágrimas en los ojos, finalmente dio su bendición, y desde entonces, durante cincuenta años, cada atardecer en la estepa recuerdo el día que robé el corazón de mi Anita.”

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