**El corazón robado**
Este invierno en Castilla fue despiadado: el frío cortaba como cuchillos, con temperaturas que caían bajo cero hasta helar el alma. La escarcha cubría los campos, y de noche el viento aullaba como un lobo hambriento.
—Juan, abrígate bien, ponte el jersey de lana que te hice— le dijo María al despedir a su marido, que salía hacia el campo.
A pesar del gélido amanecer, las vacas no esperaban. Mugían, impacientes, exigiendo su comida. Juan, ya mayor, cerca de la jubilación, se enfundó la chaqueta y salió. María se quedó en casa, esperando a su hija y al nieto, pero recibió una llamada desde la ciudad:
—Mamá, con este frío no nos arriesgamos. Iremos el fin de semana que viene— dijo Lucía.
—Haces bien, hija. ¿Y si el autobús se estropea con este tiempo? Cuídate, y al pequeño también— respondió María, ocultando la inquietud.
Colgó el teléfono y se perdió en los recuerdos. Volvió a aquel invierno, casi cincuenta años atrás, cuando ella, una joven Mari, acompañó a su amiga Carmen a un pueblo perdido de la sierra, donde vivía la abuela de Carmen. Entonces también helaba, pero la juventud las hacía indomables.
—Mari, ¡ven conmigo a ver a la abuela!— insistía Carmen. —¡Los pueblos en invierno son preciosos! Eso sí, desde la parada hay que andar un rato, pero merece la pena.
Ambas tenían dieciséis años. Mari convenció a su madre y se preparó para el viaje. Ropa gruesa, botas de montaña y un ánimo inquebrantable. El autobús llegó hasta el último pueblo, pero el conductor se negó a continuar:
—Hasta aquí. La carretera está cubierta de nieve. Yo no arriesgo mi camión— gruñó, ignorando las protestas.
Mari y Carmen, como el resto de pasajeros, bajaron.
—Mari, aún quedan doce kilómetros— suspiró Carmen. —No podemos ir a pie. Vamos a casa de tía Pilar, mi madrina. Pasamos la noche allí.
Así lo hicieron. Tía Pilar las recibió con un cocido caliente y las arropó en una habitación pequeña. Al día siguiente, el vecino, el tío Francisco, se ofreció a llevarlas en su carro hasta la aldea.
—Francisco, ¿te importa acercar a estas chicas? Necesitan llegar— pidió tía Pilar.
—¿Cómo no voy a ayudarlas?— contestó el hombre con una sonrisa. —Las llevaré en un santiamén.
Subieron al carro y se envolvieron en una manta de lana.
—Niñas, abrigaos bien, que el aire corta— advirtió Francisco antes de dar un suave latigazo a la mula.
El carro avanzó por el camino nevado. Tras el pueblo se extendía un bosque de robles, y más allá, la llanura blanca e interminable. La senda estaba cubierta, pero la mula conocía el terreno.
—Tío Francisco, ¿cuántos años tiene?— preguntó Carmen para romper el silencio.
—Casi setenta y cinco— contestó orgulloso. —Pero aún estoy fuerte. En verano cuido el rebaño. La tierra aquí es hermosa, todo florece, huele a tomillo y romero. Venid en verano y lo veréis.
**El narrador de alma**
El tío Francisco era querido en el pueblo. Sabía contar historias que hacían olvidar el frío y el camino largo. Hablaban de cosas sencillas hasta que, de pronto, dijo:
—Por este mismo camino traje a mi Ana. Hace cincuenta años. Podría decirse que me la robé…
—¿Robó?— exclamó Carmen. —¡Cuente, tío Francisco!
—¿La anciana que nos despidió?— añadió Mari.
—Ella, mi Anita— asintió, y sus ojos brillaron. —Entonces era una muchacha, como vosotras.
Callaron, expectantes.
—Fue hace mucho— empezó. —Vine a este pueblo porque mi padre me envió a ver a mi tío Mateo. Yo tenía veinticinco años, soltero, buscando una mujer que me encendiera el alma. Y en mi aldea no la encontré.
Al llegar, su primo, Luis, lo recibió:
—¡Francisco, por fin! Mi padre está en el establo, pero esta noche vamos a la verbena. Las chicas del pueblo bailan como ángeles.
Esa noche, la plaza resonaba con música de acordeón. Las mozas lo arrastraban a bailar, pero él solo tenía ojos para ella: una muchacha de trenza oscura, mejillas sonrosadas y una sonrisa tímida.
—Luis, ¿quién es?— susurró.
—Ana, la hija de don Gregorio. Buena chica, pero su padre es un lobo. Nadie se mete con él— respondió.
No perdió tiempo. Bailó con ella toda la noche, riendo como un niño. Después, Luis los dejó solos frente a su casa.
Desde entonces, volvió cada semana. Pero al hablar de boda, Ana lloró:
—Mi padre no me dejará irme. Ya tiene un pretendiente para mí. Me ha prohibido verte.
—No, Ana. Tú eres mía— dijo con firmeza. —Espérame. Volveré por ti.
**La huida**
Francisco calló, mirando el horizonte nevado como si reviviera aquellos días. Carmen no aguantó:
—¿Y qué pasó?
—Su padre me echó— suspiró. —Dijo que su hija no se iría con un forastero. Pero yo sabía que Ana me quería.
Volvió con Luis y le pidió que le avisara: en tres días iría por ella. Esa noche, bajo la luna, Ana salió de puntillas con un hatillo y subió al carro, temblando.
—Tengo miedo, mi padre nos alcanzará— susurró.
Azuzó a la mula, pero pronto oyó galopes. Su padre los perseguía. Podría haber huido y casarse lejos, pero no era hombre de esconderse.
—Ana, no te dejaré— dijo, deteniendo el carro. —No es de hombres huir.
Don Gregorio llegó, rojo de furia. Le lanzó improperios, lo amenazó, pero él no retrocedió:
—Don Gregorio, puede matarme, pero la amo. Sin ella, no vivo.
Algo en sus palabras quebró al hombre.
—Tu madre está enferma de pena. Volved a casa. Allí lo hablaremos.
Y cumplió su palabra.
—Nos dio su bendición— terminó Francisco, sonriendo. —Nos casamos poco después. Y aquí estamos, cincuenta años juntos.
—¡Vaya historia!— murmuró Mari. —Parece una película.
Ahora, décadas después, María recordaba aquel viaje. El tío Francisco, su historia de amor y valentía. Entonces, joven, creía que él era un anciano y que su juventud era eterna. Ahora sabía que el amor verdadero existe… y que el tiempo no lo borra.