Corazón que aprendió a latir de nuevo

Alejandro corría hacia casa como nunca antes. ¡Y con razón! En los últimos días, algo increíble ocurría en su piso. Justo ayer, Valeria, su mujer, de repente… había hecho cocido. ¿Y qué?, pensarás. Que la esposa cocine la cena es lo normal. Pero no en su casa.

Un año y medio Valeria había sido una sombra de sí misma. Después de la tragedia que les arrebató a su única hija, pareció morir con ella. Irene murió en un paso de peatones — solo tenía 17 años, acababa de empezar a vivir, entró en la universidad, era lista y hermosa… Y entonces, un coche. Y el vacío. No tuvieron más hijos. Lo intentaron, se trataron, pero fue inútil. Lo aceptaron. Pensaron: «Tenemos a nuestra niña, y gracias a Dios, llegarán los nietos…».

Pero la muerte de Irene destrozó a Valeria. Dejó de ver el mundo: ni a su marido, ni el sol, ni a sí misma. Pasaba horas tumbada, sin levantarse. No se aseaba, no comía, no hablaba. Dejó el trabajo porque las sonrisas de sus compañeros le dolían.

Un pañuelo negro se instaló para siempre en su cabeza, y en casa reinó un silencio denso como el luto.

Alejandro intentó hablar, convencerla, sacarla de aquel pozo. Luego se cansó y se mudó al sofá. Su madre, canosa y agotada de impotencia, intentó hacerla reaccionar: «Tienes 36, él 40. Os queda toda la vida por delante… Y tú enterrándote en vida».

Pero nada funcionaba. Valeria parecía esperar algo — o a alguien.

Y entonces… empezó a limpiar la ventana. Sin lágrimas. Con el mismo pañuelo negro, pero con una chispa en la mirada. Incluso dijo:
—He hecho patatas con setas. Lávate las manos, vamos a cenar.

Alejandro se quedó helado. No daba crédito. Algo cambiaba.

Primero con cautela — Valeria comenzó a salir, a visitar a la familia. Luego, sonrisas, pocas pero auténticas. En la boda de su sobrino, se quitó el luto, se cortó el pelo, se maquilló. Compró un vestido. Fueron a un balneario junto al mar. El sol, el rumor de las olas, las noches cálidas… todo los revitalizó. Allí vivieron una segunda luna de miel. Torpes, ridículos, como adolescentes. Se reían, se besaban… Y allí, Valeria soñó por primera vez con Irene. Su hija estaba radiante, feliz:

—Mamá, pronto estaremos juntas de nuevo. Aguanta un poco más…

Al despertar, Valeria supo que pronto se iría. No le daba miedo. Pero no se lo dijo a Alejandro — ¿para qué preocuparlo?

Al volver, la llamaron para reincorporarse al trabajo — su compañera se jubiló. A los meses, hubo un chequeo médico en la empresa. Valeria sentía debilidad, pero no dijo nada.

En la ecografía, el médico sonrió:
—Enhorabuena. ¡Va a ser niña!

Valeria creyó haberse equivocado.
—¿Mi corazón?

—El suyo también. Pero esto es el corazoncito de su hija — el médico rio y llamó a Alejandro. —Papá, conoce a tu niña.

Se abrazaron y lloraron los dos.

El embarazo fue sorprendentemente fácil. Valeria flotaba. Nació una niña en la fecha prevista. Desde el primer segundo, supo que era idéntica a Irene. Quiso ponerle el mismo nombre, pero la familia la disuadió: «El nombre puede traer también el destino…».

La llamaron Alba — «regalo de Dios».

Ahora Alba tiene cinco años. Cada día se parece más a Irene — no solo en la cara, sino en el carácter. La misma sonrisa, las mismas muñecas favoritas, canciones, bailes. La misma luz y paz en la mirada.

Y Valeria y Alejandro, como si hubieran resucitado. Viven. Ríen. Respiran. Su casa vuelve a estar llena de felicidad, y en ella suena la risa de una niña. Y en su corazón, gratitud y amor.

La vida volvió. Y se quedó.

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