Hoy escribo con el corazón apretado. Siempre creí que los conflictos entre suegra y nuera podían evitarse si ambas actuaban con sentido común. Al fin y al cabo, nos une el amor por la misma persona: mi hijo. Pensaba que, pese a diferencias de carácter, siempre habría manera de entenderse… hasta el pasado fin de semana en la casa rural. Un fin de semana que recordaré, pero no con cariño.
Mi hijo se casa pronto. Con su prometida, Lucía, apenas había cruzado palabra. Para conocernos mejor, les invité a la casa en el campo: aire limpio, tranquilidad. Preparé todo con esmero—embutidos, paella, postres—, imaginando una tarde familiar acogedora.
Llegaron el sábado al mediodía. Les recibí con alegría. Mientras se instalaban, empecé a poner la mesa y, sin más, le pedí a Lucía que cortase el pan y colocase los cubiertos. Nada complicado: ni pelar patatas ni adobar carne. Pero ella, en vez de levantarse, siguió charlando con mi hijo como si no hubiera oído. Callé, pensando que quizá no me escuchó. Lo hice todo yo, sin insistir—qué incomodidad.
Por la tarde, descansaron mientras mi marido y yo fregábamos. Al anochecer, al preparar el picoteo antes de la barbacoa, volví a pedirle:
—Lucía, ¿podrías cortar el queso, por favor?
Su respuesta me heló la sangre:
—Cuando eres invitada, mejor no meterte. La dueña de casa ya sabe cómo quiere las cosas.
¿En serio?¿Hay una forma incorrecta de cortar queso?¿Desde cuándo ayudar es “meterse”?
La noche fue igual. Mientras los hombres asaban la carne, ella siguió sentada, sonriente, mientras yo iba y venía con platos. Ni siquiera ofreció levantar la mesa después. Mi hijo, al verme molesta, acabó fregando él. Ella, como si nada. Ni un “¿necesitas ayuda?”.
Al día siguiente, durmieron hasta el mediodía. Al irse, dejaron la cama sin hacer—no vaya a ser que “intervengan”.
Adoro recibir. Mis amigas, mis sobrinas, incluso antiguos compañeros de mi marido siempre ayudan: lavan los platos, pelan verduras, traen postres. Mi hermana dice: “Si tú cocinas, yo limpio”. Es cuestión de respeto.
Pero lo de Lucía fue un jarro de agua fría. Actuó como si mi papel fuera servir, y el suyo, disfrutar. Ni un gesto de agradecimiento. Solo indiferencia.
Traté de disimular mi disgusto. Pero por dentro, hervía. La boda es en meses. Tendremos que convivir. No quiero ser su enemiga, pero tampoco su criada.
¿Y después? ¿Seguirá así? ¿Si tienen hijos, cuidaré al nieto mientras ella “descansa” y luego escucharé que “las abuelas deben ayudar”?
¿Seré anticuada? ¿Ahora está de moda ser una “invitada” que solo sonríe y no participa? Yo prefiero una familia unida, donde todos se ayudan. No extraños compartiendo mesa.
Mi hijo está ciego de amor. No quiero entrometerme. Pero callar tampoco es opción. Porque luego será tarde… y el resentimiento, inevitable.