—Lucía, ¿quién es esa mujer? —preguntó Iván en voz baja, evitando que los demás pasajeros del tren lo oyeran.
—¿Qué mujer? —Lucía alzó la vista del móvil, donde escribía un mensaje a su amiga.
—Esa, junto a la ventana… No para de mirarnos. Podría decirse que nos está escrutando sin pudor.
Lucía se inclinó levemente para divisar a quien su marido señalaba y palideció al instante. Recuperó la compostura, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia:
—No la conozco.
—No mientas —replicó Iván, irritado—. Vi cómo te cambió la expresión al verla. ¿Quién es?
—Es mi madre —respondió Lucía tras una pausa breve, decidiendo ser honesta por precaución.
—¿Tu madre? —exclamó él, desconcertado—. Dijiste que no tenías madre.
—Y es cierto…
—No entiendo —Iván escudriñó el rostro de su esposa—. ¿Me lo explicarás?
—Hablaremos en casa…
—¿Ni siquiera vas a saludarla? ¿Vive aquí, en Madrid?
—Iván, por favor, esperemos a llegar —suplicó ella con la voz quebrada, las lágrimas asomando.
—De acuerdo —murmuró él, volviéndose hacia la ventana, resentido.
Lucía no intentó calmarlo. Agradecía el silencio momentáneo, aunque su mente se ahogaba en recuerdos…
***
De su padre biológico, Lucía solo sabía lo que su madre le contó: un hombre «despreciable». Y según ella, la niña tenía suerte: su padrastro, Álvaro, era «maravilloso». Lo recordaba desde los ocho años, aunque jamás entendió tal admiración. Él era hosco, avaro. «¿Por qué mamá lo adora?», se preguntaba la pequeña Lucía, escondiéndose en cualquier rincón para evitarlo. Nunca la golpeó, pero la trataba como un fantasma: sin nombrarla, ignorando su existencia.
Si hablaba de ella con su madre, era para criticar:
—La chica no sabe comportarse…
—Tu hija me agobia…
—Dile que es demasiado joven para salir con chicos.
—¿Viste sus notas? ¡Vergüenza ajena!
«¿Su casa? ¡Si este piso era de la abuela!», pensaba Lucía, ya adolescente. Un día, tras escuchar por enésima vez aquel comentario, estalló:
—¡Usted vive aquí por caridad! ¡Si no le gusta, váyase!
Álvaro se abalanzó hacia ella, conteniéndose en el último segundo. Girándose hacia su esposa, espetó:
—¡Haz que desaparezca de mi vista!
Su madre la arrastró fuera de la habitación, susurrando:
—Tranquilo, cielo, haré lo que pides…
Siempre lo veneró, sumisa, aduladora. Lucía intuía que, si Álvaro lo ordenaba, su madre la echaría sin dudar.
—¿Cómo te atreves? —le sisearon ese día—. ¡Él te mantiene!
—¡No es mi padre! —gritó Lucía—. ¡Y nunca lo será!
—¡Ingrata! ¡Arruinaste mi vida! —replicó su madre—. ¡Hasta tu padre huyó al nacer tú!
Lucía, consumida por el odio, empujó a su madre y huyó. Nadie la buscó durante la semana que pasó durmiendo en sofás de amigas. A los quince, no tenía opciones. Regresó, temblando al abrir la puerta…
—¿Vuelves? —fue el único saludo—. Métete en tu cuarto y no salgas.
Supo entonces que esperaban su mayoría de edad para echarla. Tras el instituto, su madre le advirtió:
—Al cumplir dieciocho, te buscas la vida.
Lucía intentó entrar en la universidad, pero solo logró plaza de pago.
—Mamá, soy admitida —anunció, esperanzada.
—¿Y?
—Necesito ayuda para la matrícula…
—Ni un euro —cortó su madre—. Ya gastamos suficiente en ti. Búscate un trabajo.
Alquiló una habitación en Vallecas, sin comodidades, con una estufa vieja. Su madre le dio una bolsa con utensilios viejos y un «Buena suerte» vacío. Con su primer sueldo de auxiliar en una fábrica textil, compró arroz, pasta y patatas. Ahorraba cada céntimo para un futuro mejor.
Un mes después, visitó a su madre para recoger ropa de invierno. Un joven desconocido abrió la puerta:
—¿Te equivocas de piso? —sonrió.
—Busco a mi madre —dijo Lucía, confundida.
—Ah, tú eres Lucía. Soy Alejandro, hijo de Álvaro.
Su madre llegó después, indiferente. Cuando Lucía preguntó por él, estalló:
—¡Es hijo de mi esposo! ¡Puede quedarse cuanto quiera!
—Yo viví aquí, y me echaste —replicó Lucía, fría.
—¡Él es familia! ¡Tú solo trajiste problemas!
—Entonces, no tengo madre —declaró Lucía, marchándose para siempre.
***
Cuatro años después, en el vagón del tren, su madre se acercó. Iván cedió el asiento.
—Hola —dijo la mujer, con voz que a Lucía le quemaba.
—Hola —murmuró ella.
—¿Él es? —señaló a Iván.
—Mi marido.
—Felicidades.
—Gracias.
—A nosotros nos va bien. Álvaro sigue en la empresa, Alejandro se casa pronto. Seré abuela —habló con falsa dulzura—. Hacemos reformas en tu antigua habitación… Queremos una casa cerca del río, para el bebé.
Lucía la escuchaba, ajena.
—¿Hace mucho que os casasteis?
—Dos años.
—¿Pensáis en hijos?
—Tenemos un niño de un año.
—¿Tengo un nieto?
—¿Usted? —Lucía la miró fijamente—. Mi madre murió hace cuatro años.
La mujer palideció, levantándose en silencio. Lucía observó el paisaje por la ventana, sin remordimientos. Iván, comprendiendo la distancia entre ambas, decidió no indagar más. Algunos abismos era mejor no explorar.