Contraataque

– Lucía, ¿quién es esa mujer? – preguntó Álvaro en voz baja, evitando que los demás pasajeros del tren Cercanías lo oyeran.
– ¿Qué mujer? – Ella alzó la vista del móvil, donde escribía un mensaje a su amiga Marta.
– Esa, junto a la ventana… No para de mirarnos. Más bien, nos está escrutando sin disimulo.
Lucía se inclinó levemente y palideció al reconocer a la persona. Recuperó la compostura, encogiéndose de hombros con falsa indiferencia:
– No la conozco.

– No mientas – replicó Álvaro, irritado –. Vi cómo te cambió la expresión. ¿Quién es?
– Es mi madre – admitió ella tras una pausa, decidiendo ser sincera. Por precaución.
– ¿Tu madre? – él arqueó las cejas –. Dijiste que no tenías.
– Y es cierto…
– No entiendo – él estudió el rostro de su esposa –. ¿Me lo explicarás?
– En casa, por favor…

– ¿Ni siquiera vas a saludarla? ¿Vive aquí, en Madrid?
– Álvaro, te lo ruego… Hablaremos luego – su voz tembló, con lágrimas contenidas.
– Como quieras – respondió él, volviéndose hacia la ventana, resentido.
Ella no intentó calmarlo. Agradecía el silencio momentáneo, aunque su mente viajaba a los recuerdos…
***
Lucía no recordaba a su padre biológico. Su madre, Carmen, lo describía como «un monstruo».

Y siempre añadía: «Tienes suerte: tu padrastro es un hombre ejemplar».
Lo conoció a los ocho años. Jamás entendió qué tenía de ejemplar. Severo, hosco, tacaño. «¿Por qué mamá lo idolatra?», pensaba la niña, escondiéndose en el armario para evitar a don Antonio.
Nunca la golpeó, pero la trataba como a un mueble. Jamás pronunció su nombre.

En sus conversaciones con Carmen, se refería a ella así:
– La chica no tiene modales…
– Tu hija me agobia…
– Dile que no está bien salir con chicos.
– ¿Viste sus notas? ¡Es una vergüenza para mi casa!
«¿Su casa? ¡Esta era la vivienda de la abuela!», recordaba Lucía, ya adolescente. Tras la muerte de su abuela, ellas se mudaron allí.
Un día, tras otra crítica de Antonio, estalló:
– ¡Usted vive aquí por favor! ¡Si no le gusta, váyase!

Él se abalanzó, conteniéndose al último segundo. Gritó a Carmen:
– ¡Haz que desaparezca de mi vista!
Carmen la arrastró fuera, susurrando:
– Claro, mi amor… Todo será como quieras…
Siempre lo veneró. Obedecía, servil, con voz melosa. ¿Por qué? Lucía nunca lo entendió. Sabía que, si Antonio lo ordenaba, su madre la echaría.

– ¿Cómo te atreves? – sisearon los labios de Carmen aquel día –. ¡Él te mantiene!
– ¡No es mi padre! – gritó Lucía –. ¡Y nunca lo será!
– ¡Ingrata! ¡Arruinaste mi vida! ¡Hasta tu padre nos abandonó por tu culpa!
Lucía, herida, empujó a su madre y huyó. Pasó una semana durmiendo en sofás de amigas. Nadie la buscó. Tenía quince años…

Al regresar, Carmen frunció el ceño:
– ¿Vuelves? A tu habitación. Y no salgas sin permiso.
Desde entonces, Antonio la ignoró. Carmen también: ni comidas juntas, ni preguntas. Lucía supo que esperaban su mayoría de edad…
Cumplidos los dieciocho, Carmen anunció:
– Busca tu vida. En un mes, quiero la habitación vacía.

Lucía intentó entrar en la universidad. Logró plaza… en privada.
– Mamá, soy admitida… Pero cuesta dos mil euros al año…
– Ni un céntimo – cortó Carmen –. ¿Crees que somos ricos? Trabaja.
Alquiló una buhardilla en Vallecas. Sin calefacción, con estufa de butano. Barata.

Carmen le entregó un táper, una sartén vieja y una manta:
– Toma. Y suerte.
Con su primer sueldo de dependienta, compró legumbres, aceite y patatas. Ahorró en un sobre decorado: «Para un piso digno».

Un mes después, visitó a Carmen. La abrió un joven desconocido.
– Hola. ¿Eres Lucía? Soy Sergio. Hijo de Antonio – sonrió.
Carmen llegó, indiferente. Lucía recogió sus cosas.
– ¿Sigues aquí? – preguntó en otra visita, viendo a Sergio instalado.
– ¡Es hijo de mi esposo! – rugió Carmen –. ¡Él sí merece respeto!
– ¿Y yo?
– ¡Tú eres… nada!

Cuatro años después, el reencuentro en el tren…
***
Mientras Lucía rememoraba, su madre se acercó. Álvaro cedió el asiento.
– Hola – dijo Carmen, voz quebrada.
– Hola – musitó Lucía.
– ¿Él es…?
– Mi marido.

– Nos va bien – Carmen sonrió forzada –. Antonio ascenderá. Sergio se casa… Convertiremos tu habitación en cuarto de juegos para el bebé. Buscamos una finca con lago…
Lucía la escuchó, perpleja. ¿Por qué compartía eso?
– ¿Tienes hijos?
– Un niño.

– ¿Mi nieto? – Carmen titubeó.
– Usted no tiene nietos – Lucía la miró fría –. Mi madre murió hace años.
Carmen se marchó, pálida. Álvaro observó en silencio. Comprendió que aquel pasado era un abismo… y prefirió no indagar.

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