Durante una semana, Don José levantó una pequeña caseta en el jardín mientras devoraba lo que había en mi nevera. Resté el valor de aquello de su sueldo y él empezó a gruñir como un toro en una corrida.
Necesitaba una caseta para mi parcela en las afueras de Madrid, y decidí no buscar a una gran constructora. Creí que bastaría con un hombre que supiera los rudimentos del oficio.
Un vecino, Don Manuel, me indicó a un amigo suyo, Andrés, que trabajaba en la obra de viviendas y que, según él, podría erigir una caseta sencilla sin mayor complicación.
Tuve la suerte de que Andrés estaba libre. No quería el trabajo, pero logré persuadirlo con una promesa que parecía flotar en el aire.
Afirmó que lo tendría listo en una semana, lo cual me pareció adecuado. El sábado dijo que vendría a inspeccionar el terreno, y al día siguiente compraría todos los materiales necesarios para la construcción.
También hablamos del esfuerzo. Necesitaba un ayudante al instante y, según él, encontraría a alguien con quien colaborar porque tenía muchos amigos de la peña de la obra.
Lo esencial era que yo pasaría la semana en la ciudad, trabajando en la oficina, sin poder estar presente mientras trabajaba. Por eso le entregué las llaves y le dije que regresaría el próximo fin de semana.
Andrés juró que se encargaría de todo, pues era un buen profesional. Me pidió una remuneración adecuada, algo algo elevado, y yo acepté.
El sábado por la noche la caseta quedó terminada. Todo era perfecto, tal y como lo había imaginado, sin observaciones. Hasta entonces, Andrés no había mostrado ningún problema.
Lo único que me disgustó fue que se había zampado todo lo que había en la nevera: dos kilos de lomo de cerdo, dos docenas de huevos, varios cartones de leche, salsa y una botella de vino. Ese comportamiento me resultó inadmisible. No era una cuestión de compasión por los alimentos, sino que nadie me había preguntado si podía tomarse ese festín; simplemente me empujaron a la esquina.
Calculé el coste de esos productos y lo deduje de su sueldo. Fue solo una gota en el océano, pero marcó una diferencia para mí.
A Andrés no le agradó. Empezó a disputarse conmigo, alegando que a los obreros siempre se les alimenta y que eso es cosa corriente. Añadió que, durante la obra, había momentos en los que se esforzaba más, pero que la suma final no variaba.
Por un lado, quería ceder; por otro, seguía convencido de que había cumplido todas las condiciones pactadas y que debí haber sido advertido de cualquier matiz.
Así, la caseta quedó allí, como un sueño extraño que se balancea entre la realidad y la fantasía, mientras el eco de la discusión se desvanecía entre los álamos del jardín.







