Construyó una galería de jardín en una semana y se zampó todo lo que había en la nevera. Yo deduje el importe de su salario y él empezó a enfadarse.
Necesitaba una galería en mi parcela de las afueras de Madrid. Decidí no buscar a una gran constructora; bastaba con un albañil que supiera lo esencial del oficio.
Un vecino me recomendó a su amigo, un maestro de obra que, según él, podía erigir una sencilla galería de jardín sin problemas.
Tuve suerte: el hombre estaba disponible. No quería el trabajo, pero logré convencerlo con cierta urgencia.
Me aseguró que lo tendría listo en siete días, lo cual me pareció perfecto. El sábado prometió pasar a inspeccionar el terreno y, al día siguiente, compraría todos los materiales necesarios.
Hablamos también del sudor del oficio. Me dijo que necesitaba un ayudante de inmediato y que pronto encontraría a alguien con quien colaborar, pues tenía muchos camaradas en la obra.
Lo esencial era que yo pasaría la semana completa en la ciudad, trabajando, y no podría estar presente durante la construcción. Le entregué las llaves hasta el próximo fin de semana.
Roberto, como lo llamaremos, juró que se haría cargo de todo, pues era un buen profesional. Me pidió una remuneración justa, algo más alta de lo habitual, y yo acepté.
El sábado por la noche la galería estaba terminada. Todo quedaba tal como la había imaginado; no tuve objeciones. Roberto, hasta entonces, no había causado ningún contratiempo.
Lo único que me desagradó fue que Roberto había devorado todo lo que había en la nevera: dos kilos de lomo de cerdo, dos docenas de huevos, varias cajas de leche, salsa y una botella de vino. Ese comportamiento me resultó inaceptable; no porque me apenara los alimentos, sino porque nadie me había preguntado si podía tomarse esos productos. Me sentí empujado a la esquina sin ningún respeto.
Calcule el valor de los alimentos y lo resté de su salario. Fue solo una gota en el océano, pero para mí marcó la diferencia.
A Roberto no le gustó nada. Empezó a discutir conmigo, argumentando que a los obreros siempre se les alimenta y que es una práctica normal. Añadió que, durante la obra, hubo momentos en los que se esforzó más, pero que eso no alteraba la suma final.
Por un lado, quería ceder; por el otro, sigo convencido de que he cumplido todas las condiciones pactadas y que él debería haberme avisado de cualquier matiz antes de actuar.
El ambiente se llenó de tensión, como en una escena de cine donde el sudor y la culpa se entremezclan bajo la luz de la galería recién nacida.







