En aquel tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, las calles empedradas guardaban los secretos de las familias que allí vivían.
—Mamá, no te alteres, ¿por qué tanto escándalo? Enrique me ha dicho que me quiere. Nos casaremos —dijo Lucía con una serenidad desconocida.
—¿Cómo no voy a alterarme? Estás embarazada, sin estar casada, sin terminar la carrera, ¡y ni siquiera conozco a ese muchacho! ¿Crees que un niño es un juguete? Que ese Enrique venga hoy mismo y me mire a los ojos para jurar que asumirá su responsabilidad, ¿me has entendido?
—¡No grites! Pensé que te alegrarías por tu nieto. Voy a esperarlo en su pensión, tiene llave. Aquí estás insoportable —murmuró Lucía, ofendida, y salió de casa balanceando el bolso con indiferencia.
Isabel Martínez se llevó una mano al corazón, se dejó caer en una silla de anea y miró el retrato de su difunto marido colgado en la pared.
—¡Mira lo que ha hecho esta huerfanita! —susurró al retrato—. Ay, Manuelito, ¿por qué nos dejaste tan pronto? No supe cuidar de nuestra Lucía, se me adelantó la vida. ¿Y si ese chico la abandona? ¿Cómo vamos a salir adelante? Mi sueldo es escaso, ¿quién va a contratar a una embarazada? Y aún le quedan seis meses de estudios… ¡Qué desgracia!
Isabel hundió el rostro en su delantal y lloró. La vida le había puesto el peso del mundo sobre los hombros desde joven. Su marido murió en un accidente en el aserradero cuando Lucía apenas tenía dos años. Vivían en las afueras del pueblo. Solo su única amiga y los vecinos de la calle sabían cuánto había luchado. Siempre le daba el mejor bocado a la niña, mientras sacaba adelante la casa sola. Y ahora, cuando por fin parecía que las cosas mejoraban, su propia hija le daba esta sorpresa.
—Bueno, voy a amasar para la tarta. Al fin y al cabo, vendrá mi yerno. Ay, Lucía, Lucía…
Cuando la mesa estuvo puesta, Isabel se cambió a un vestido más elegante y se puso a tejer calcetines para calmar los nervios.
De pronto, la puerta chirrió, y Lucía entró. Su madre miró detrás de ella, pero no vio a nadie.
—¿Y tu futuro esposo? ¿Lo dejaste en la puerta?
—Se esfumó —dijo Lucía con un sollozo—. Me ha dejado.
—¿Cómo? —Isabel, atónita, se dejó caer en la silla.
—¡Pues así! Renunció al trabajo, recogió sus cosas y se marchó sin decir adónde. Eso me contó el dueño de la pensión…
Lucía estaba deshecha, los ojos anegados en lágrimas. Ser madre soltera no entraba en sus planes.
—¿Qué hago ahora, mamá?
Isabel estuvo a punto de soltarle un “te lo dije”, pero se contuvo. El corazón de una madre no es de piedra.
—Pues parir, hija. Esto no se va a resolver solo —dijo secamente—. ¿Para cuándo esperas?
—Para julio, justo cuando termine la carrera —suspiró Lucía, acariciándose el vientre.
…Lucía dio a luz en la fecha prevista. Era una niña a la que llamó Carmen. Y así, se quedaron las tres, como tres álamos en la llanura.
La pequeña creció fuerte y risueña, con unos ojos vivaces que todo lo observaban. Isabel la adoraba, pero Lucía la trataba con cierta indiferencia. Carmen, por desgracia, se parecía a su padre: pelirroja, de rizos dorados y unos ojos verdes como esmeraldas.
—¡Mamá ha llegado! —gritaba Carmen al ver a Lucía desde la ventana. Corría a abrazarla y colgándose de su brazo, preguntaba—: ¿Qué me has traído?
—Nada —respondía Lucía, hosca.
—¿Por qué? ¡Quiero un helado! ¡Me lo prometiste ayer!
—¡Déjame en paz! ¡Estoy cansada! —Lucía apartaba a la niña y se encerraba en su habitación.
Carmen se quedaba plantada en medio de la sala, llorando. Había esperado con ilusión el cariño de su madre, y esta la rechazaba. Encima, en el colegio, les hicieron dibujar a su familia. Carmen dibujó a tres: ella, su madre y su abuela. Los demás se rieron y dijeron que era “hija sin padre”.
Isabel intentó consolar a la nieta, pero era inútil: la pobre lloraba desconsolada.
—¿Dónde está mi papá? ¿Por qué mamá es tan mala? —gritaba Carmen entre sollozos.
Isabel la abrazaba fuerte.
—No todos tienen padre, mi niña. Nosotras nos arreglamos sin él. Así habrá más pastel para nosotras. Vamos, que iremos a por helado.
Al oír la palabra “helado”, Carmen se calmó un poco.
—¿Y a mamá también le compramos?
—Y a mamá también.
En casa de Isabel, el Día de la Mujer se celebraba con esmero. Al fin y al cabo, allí solo vivían mujeres. La mesa rebosaba de manjares, Lucía invitaba a amigas, y todas se intercambiaban regalos. Pero aquel año, Lucía no trajo a sus amigas, sino a un hombre. Y sin avisar.
En la puerta estaba un hombre adinerado, vestido con un traje caro y notablemente mayor que Lucía.
—Mamá, te presento a Javier. Es mi jefe. Pronto lo trasladan a otra ciudad con un ascenso. Nos casaremos.
—¿Qué? —Isabel se quedó clavada en el suelo.
—¡Ooh! ¿Este es mi papá? —preguntó Carmen, asomándose desde su cuarto. Estaba tan emocionada que ni siquiera saludó al invitado.
—No, pequeña, yo no soy tu padre —dijo Javier con una sonrisa burlona—. Mira la muñeca que te he traído.
Carmen apartó la mirada y rechazó el regalo. Aquel hombre no le cayó bien.
La velada transcurrió con pesadez. Javier no hizo esfuerzo por agradar, mientras Lucía se desvivía por complacer a su futuro esposo y regañaba a su hija constantemente.
—¡Siéntate derecha! ¿Qué va a pensar de nosotros el señor Javier? ¡Deja de moverte!
Isabel permanecía callada, incómoda. Javier disfrutaba de su superioridad, como si les hiciera un favor al estar allí. Carmen apenas comió, mirando a su madre con temor. Solo hablaba Javier, y Lucía asentía.
—Nuestra empresa ha destacado este trimestre. Pronto seré director de una filial. Pero queda a tres mil kilómetros. Lucía viene conmigo. Tenemos una casa de dos plantas con jardín.
—¿Y yo también me mudo? —preguntó Carmen—. ¿Hay buen colegio allí?
Javier guardó silencio, lanzando una mirada a Lucía, que rápidamente cambió de tema.
—Mamá, ¿qué tal en el trabajo? —preguntó—. Quizá deberías dejarlo, mereces descansar.
—Aún me faltan años para la jubilación. ¿De qué viviremos?
—Javier y yo te daremos dinero. No te faltará de nada.
—¿Por qué? —Isabel se puso en guardia.
—Niña, vete a jugar con tu muñeca nueva —ordenó Javier, queriendo deshacerse de Carmen.
La niña miró a su abuela y, al ver su leve asentimiento, salió, dejando la muñeca en el suelo.
—Mamá, se trata de lo siguiente —dijo Lucía—: No queremos llevarnos a Carmen ahora. Cuando nos instalemos, la—La vendré a buscar más adelante —mintió Lucía, evitando la mirada de su madre, mientras en el fondo sabía que jamás volvería por su hija, y esa mentira se clavó en su corazón como una espina que nunca dejó de doler.